martes, 17 de julio de 2012

El café de las náuseas


Mi café favorito es uno que provoca náuseas. Lo descubrí hace unos años caminando por ahí cerca de casa. 

El amor surgió de la nada. Un día vi en la calle a una anciana acomodando sus pertenencias sobre una mesa y pensé que se trataba de una vendedora ambulante que desaparecería al día siguiente. Estaba justo en la esquina de enfrente. Por curiosidad me acerqué. Buenos días, le dije. No me respondió y siguió sacando una serie de instrumentos.

Una vendedora de pepitas, pensé, las de ahora son bastante profesionales, con ese tubo ha de cubrir con sal las cáscara de la semillas. Tuve que desechar la hipótesis cuando en su 
bolsa vi  frascos con unos granos que parecían arena y unos envases que contenían líquido obscuro. Incómodo ante la indiferencia de la señora, crucé al otro extremo de la calle y tomé dirección rumbo al norte aunque no tuviera un lugar exacto a dónde ir.

Estuve rondando varios lugares de la colonia. Hay casas bonitas a la que me gusta ver. Puedo imaginar que vivo en ellas. Por algunos segundos, mientras paso a su lado, imagino que tengo una habitación ahí, que si no entro es porque se me hace tarde para llegar a la escuela.

En cuanto llegó el atardecer decidí tomar el rumbo hacia mi auténtico hogar.

Antes de lograrlo, noté que la anciana seguía ahí cerca, sentada ahora en una silla a la espera de que un cliente cayera. Daba un poco de lástima.

—Disculpe, ¿qué es lo que vende?
—Café.

Respondió. Pensé, vaya, su civilidad ha cobrado vida justo cuando necesita un cliente.

—Deme uno, por favor. Quiero probarlo antes de que la saquen de aquí. Ningún ambulante sobrevive a estos vecinos. Nada personal, solo quiero que lo sepa.

Sirvió la bebida en un vaso pequeño.

—Olvidé preguntarle, ¿es un espresso?
—No. Pruébelo.

Sentí desconfianza. Después de todo ni la conocía. ¿Qué hacía yo con ella? Uno de los primeros consejos que recibí de pequeño fue no tomes nada que venga de un desconocido. Si le di un trago fue porque, bueno, era una anciana, ¿qué podía hacerme? Jamás ha salido en las noticias:

MUJER DE LA TERCERA EDAD ASESINA A UN GRUPO DE JÓVENES. LOS ROSTROS QUEDARON DESFIGURADOS POR LA FUERZA DE LOS GOLPES.

La duda se alejó aún más al dar el sorbo. Sabía increíblemente bien. Dios, era una delicia.

—En cuanto lo vi supe que le iba a gustar.
—Deme otro por favor.
—Está bien, pero será el último. Esta noche traje dos vasos nada más.

Acabé con el segundo vaso de un trago. Pagué  —fueron diez pesos, le días las gracias y me alejé.

Antes de abrir la puerta de la casa,  sentí un sabor amargo recorriendo mi lengua. Era tan fuerte que escupí el tapete de Bienvenido.Y no acabó ahí: vomité durante toda la noche. No dormí.

Pasadas las horas, estaba recuperado. A eso de las seis de la tarde pude salir a caminar. No vi a la anciana de la esquina. No me sorprendió. Unos meses  atrás un vendedor de plásticos se puso exhibir productos sobre en una manta y no pasó mucho tiempo antes de que alguien hiciera una llamada a la policía para que se lo llevaran.

Lo que sí, es que lo lamenté. El sabor del café era exquisito. Quería volver a probarlo. También para descartar que los efectos estomacales se debieran a él. Tenía esperanzas de que no ¿Puede algo con tan buen sabor resultar dañino? 

Quedaba tomar la ruta del día anterior para distraerse un rato. Lo hice sin sobresaltos hasta que, después de tres cuadras, vi a la anciana en otra esquina.

—Creí que no la volvería a ver.
—Joven: yo supe que lo volvería a ver.

Evité que la conversación floreciera, fue directo al grano.

—Un café, por favor.

El sabor era mejor que el de los dos pasados. La impresión fue tal que sentí una terrible ansiedad.

—Otro, deme otro.
—Lo lamentó, era lo único que quedaba. Tendrá que esperar a  mañana.
—Así que otros la han descubierto, ¿eh? Dígame, ¿dónde estará mañana?
—Ya lo verá.

No, la anciana no era muy agradable. Era astuta, consciente de que era dueña de un producto único,  aprovechaba  la oportunidad para desesperarte: eras su presa, sabía que harías lo posible  por llevar la fiesta en paz.

Continúe la caminata con tranquilidad hasta que, enfrente una de mis casas favoritas, empecé a vomitar. El café, era eso, lo supe por fin. No pude parar hasta que terminé vacío por dentro. Tuve que dejarlo salir, incluso cuando vi que la verdadera dueña de la casa abría la puerta y miraba. El espectáculo era deplorable, yo mismo caí en cuenta. Por fortuna no escuché ningún reclamo. La mujer siguió mirando hasta que terminé y luego, sin decir una palabra, cerró la puerta tras de sí.

La consecuencias eran atroces, pero el sabor del café lo valía. Desde entonces estoy condenado.

Fui con la señora a diario durante la semana siguiente. Me asusté cuando dejé de encontrarla dos días consecutivos. Cuando volvió a aparecer respiré aliviado. Se excusó diciendo que tuvo que visitar a su hermana enferma. Le platiqué que su café me provocaba náuseas. Que siempre, después de tomarlo, vomitaba. Es normal, dijo sonriendo. 

Pedí lo de siempre.

Encantado por la sensación que me embargaba de los labios al esófago, minimice la certeza de que minutos después terminaría devolviendo el estómago. No importa, nunca me ha importado. Le soy incondicional desde entonces. Seguiré tomando el café de la anciana aunque alguien diga que mata.

1 comentario:

Pixie dijo...

Se parece tanto al amor





... y otras delicias de la vida.

Saludos!