miércoles, 29 de agosto de 2012

Hombres de color plateado


Cada vez es más común ver a estos hombres que llevan todo el cuerpo pintado con una especie de substancia plateada. Están en los cruces de semáforos pidiendo dinero a cambio de realizar una exhibición donde realizan acrobacias de poca monta. Están de moda. Generalmente van con el torso desnudo y tienen lentes obscuros. También los he visto en presentación dorada.

Me caen mal.

De entrada son desagradables a la vista. Pensar lo mal que lo pasa su cutis por culpa de esa cubierta artificial me pone la piel de gallina. Ni qué decir de su pobre cabello. ¿Para qué lo hacen? Los payasitos con globos gigantes en el trasero resultan más simpáticos. Igual no descarto que exista público al que le resulte atractivo. Ya sabemos que la gente no es de fiar.

Lo peor son esos otros que no hacen nada. Ni malabares ni piruetas en el aire: los que solo se paran en una esquina y no se mueven excepto cuando alguien les echa una moneda en el bote que tienen en el suelo. Estatuas vivientes, que les llaman. Algunas resultan espectaculares porque van acompañadas de indumentaria especial y un concepto en particular. Otras no. Nada más están ahí con sus horribles figuras después de echarse medio litro de barniz encima. Las he visto. Son los mismos tipos que están en los semáforos. A veces les da por cambiar de aires. Y los tienes que aguantar en las plazas públicas donde se sienten artistas a la altura de ChaplinMarcel Marceau  por estar parados en una misma posición mientras un turista les toma fotos ante la falta de una Torre Eiffel en los alrededores.

Tipos grises más que plateados.

sábado, 25 de agosto de 2012

Un consejo para su economía


Supongamos que tienes un billete de $1000. Quieres que esa cantidad te dure el mayor tiempo posible. No eres alguien que derroche dinero bajo cualquier pretexto. Te gusta tener algo guardado por si ocurre una emergencia. Bien, pues diré una cosa que al principio podrá parecer una perogrullada —y puede que lo  sea— pero no muchos lo toman en cuenta. Lo que aconsejo es que no lo gastes en nada barato. La obviedad  está en la sugerencia de no gastar. Queda claro que si lo que se quieres es ahorrar, la lógica indicaría que lo mejor es no tirar el dinero. No obstante el punto principal está en lo que se refiere al precio. Cuando vemos un objeto costoso, nos lo pensamos dos veces antes de adquirirlo. Se sabe que la decisión puede golpear nuestros bolsillos así que, salvo casos excepcionales, preferimos esperar. El impulso se frena en busca de una mejor opción o hasta que se esté completamente seguro de que la transacción será conveniente. Ahí no hay mayor alboroto, casi por inercia se tiene precaución. Lo malo es que pocos son capaces de tomar las mismas reservas cuando el precio de un producto es bajo, sin saber que, por eso mismo, el peligro se vuelve mayor.

Pongo mi propio ejemplo. Sé que en un periodo de ahorro lo peor que puedo hacer, si tengo un billete de $500, es comprar un objeto cuyo valor sea de un peso. Acaso se un golpe psicológico, el caso es que $499 repartidos en varios billetes y monedas se gastan el triple de rápido que un billete de $500.

A un billete de alta denominación se le respeta, a una triste moneda o un humilde billete de $50 no. Justo ahí inicia el derroche tamaño hormiga que termina por dejar tu cartera sin un centavo. 

Supongamos que tienes $499 repartidos de este modo:

  • Un billete de $200
  • Dos billetes de $100
  • Un billete de $50
  • Dos billetes de $20
  • Una moneda de $5
  • Cuatro monedas de $1

Y de repente te atraviesas con un chocolate que cuesta nueve pesos. Si aún conservaras el billete de $500 lo más probable es que desecharas la compra. No quieres, por culpa de un simple antojo, perder tu billete de alta jerarquía. Estás consciente de que tu pequeñuelo está destinado a ser gastado en otros contextos, como en un restaurante donde venden comida decente. Pero no, ya cometiste el error de haber perdido tu billete por culpa de un par de copias que te salieron en un peso. Ahora tienes cambio. Es entonces cuando esa moneda de cinco pesos y esas cuatro de uno, te resultan ideales para comprar el chocolate.

Accedes. Total, no hay muchas otras cosas que puedas comprar con ellas. En ninguna joyería ni en las agencias automotrices aceptarán tus moneditas como forma de pago. Así que bueno, compras el chocolate que, sumado a lo de las copias, hace que ya tengas diez pesos menos de los que originalmente tenías. Era la única alternativa disponible.

Es así como la fortuna, poco a poco, se va entre tus dedos. Porque, igual que a las monedas, casi nadie respeta a los billetes de veinte pesos y a veces ni a los de cincuenta, que casi por seguro gastarás en una revista o en cigarros si es que fumas. Los billetes de cien pesos te parecerán poca cosa también: como parcialmente has gastado ya esa cantidad, qué más da hacerlo dos veces más.

Cambia la escena. En un arranque de nervios tomas el teléfono y cuelgas sorprendido por haber comprado una pizza familiar que no necesitabas; estás solo y tampoco es que tengas mucha hambre, además en el refrigerador te esperaba una serie de platillos que bastaba recalentar en el microondas. 

Después de comer la pizza caes en crisis. Además de ser un glotón sin escrúpulos te das cuenta que no valió la pena. El folleto que dejaron en tu buzón te orilló a comprar una pizza que a fin de cuentas no supo tan buena como sugerían las fotos. Una carpicho que, encima, te ha dejado con cuatro kilos más de grasa y cinco gramos menos de dinero, lo equivalente al peso de esos dos billetes de cien con los que tuviste que pagar. No tienes nada, lo sabes. Doscientos pesos no son nada. Se irán como el aire tal como se fueron los trescientos que ya no tienes, lo mismos que podrías poseer aún si no fuera por esas copias que salieron borrosas. Lo único que te resta es la eternidad de los ochos días que faltan para la próxima quincena. El vacío es enorme y solo puedes encontrar consuelo en esos últimos doscientos pesos con los que decides comprar un libro que ni siquiera te urgía pero que era uno de los pocos que te llamaron la atención en la librería. 

Lo peor es que la tortura continúa siempre. La cajera dice que te sobran ocho pesos. Los gastas en el transporte público: un camión de la ruta equivocada que tomas porque no tienes ni idea de cuál es el que te lleva de regreso a casa. Al final terminas más lejos y te ves obligado a caminar durante una hora bajo la lluvia, tiempo en el que no paras de pensar en esas malditas copias del infierno.

jueves, 23 de agosto de 2012

Soy discriminado por los repartidores de volantes

Las visitas a los centros comerciales casi siempre terminan mal por una situación bastante triste que no se detiene: soy ignorado por los repartidores de volantes, muestras de perfumes y promotores de cubos de queso atravesados con palillos.

No sé a qué se deba. Quizás tenga cara de pobre o de que no necesito tales productos. El caso es que soy discriminado sin que nadie se pare a pensar en dolor que embarga mi corazón.

Hubo un tiempo en el que agradecí pasar desapercibido. Escuchaba testimonios de personas hartas de ser abordadas por cuanto vendedor se ponía en su camino. Imaginé el fastidio de tener que detener el paso porque a alguien se le ocurría darte un folleto de un sillón para masajes que sabes jamás podrás pagar. 

Lo que puedo decir es que hay algo mucho peor: lo que pasa conmigo. Imagínenlo. Jamás he visto a una empleada de la frutería lanzar una sonrisa hacia mí mientras me ofrece tomar un vasito con trozos de piña. Al contrario, tengo que recibir de constantes golpes al ánimo al ver que soy al único cliente que no recibe el trato merecido. 

El sufrimiento viene de mucho tiempo atrás. De niño le tuve que preguntar a mi madre si tenía cara de vagabundo. Estas experiencias te trauman tanto que llegas a pensar que los espejos te están engañando. Consideré la posibilidad de que la imagen que veía en ellos no correspondiera a la realidad, que podría no estar enterado todavía de que mi aspecto se asemejaba al de un indigente y no al de un tierno chiquillo de ocho años.

Después de realizar investigaciones y de haber hecho la misma pregunta a varias otras personas (porque mi madre podría haber mentido por culpa del cariño), confirmé que, en efecto, yo no era un vagabundo. Tan solo era un pobre desdichado al que no le hacían caso los repartidores.

Además pronto supe que lo anterior iba más allá, que se trataba de una conspiración de orden cósmico planeada por uno de esos dioses que se han encargado de que no me llegue ningún regalo del cielo.

Lo digo porque la discriminación se extiende a mi hogar. La calamidad no está limitada a mi cuerpo. Ya es costumbre ver la colonia tapizada con  papeles publicitarios de negocios cercanos. Lavanderías, pizzerías y tiendas de cualquier tipo que dejan volantes con descuentos y promociones en todos los buzones excepto en el mío.

En varias ocasiones he llegado a experimentar crisis que me llevan a tener reacciones desesperadas. 

Odio la comida que viene del mar, pero una vez pasé enfrente de un restaurante de mariscos y crucé los dedos para que el hombre ataviado con una botarga de camarón me ofreciera uno de los cupones que estaba repartiendo.

Tuve la esperanza de que así fuera porque casi nadie aceptaba lo que él ofrecía. El establecimiento al que representaba era de poca monta e inclusive daba la impresión de ser uno de los máximos propulsores de la gastroenteritis a nivel nacional. Era obvio que no entraría a desayunar a ese lugar, pero al menos esperaba recibir un cupón que pudiera hacer bolita y tirar en el próximo basurero. Así que me acerqué al camarón en cuestión para ver si me daba uno. Lo hice con precaución, di pasos lentos para que notara mi presencia y no se sintiera amenazado. Por desgracia, luego de varios segundos, noté que no tenía la más mínima intención de darme de nada y tuve que emprender huida con la vergüenza de haber sido despreciado por crustáceo percudido.

La maldición pareció quedar atrás hace unos días cuando fui a una tienda de autoservicio. Apenas entré vi a una señorita con ropa de Häagen-Dazs. El miedo al rechazo me llevó a caminar lo más alejado de ella que pude, fingí que no me interesaba probar el helado que tenía. La sorpresa llegó cuando la vi caminar hacia donde me encontraba.

—Hola, ¿quieres probar?

No supe cómo reaccionar. Tuve un ataque de ansiedad. Era una experiencia completamente nueva para mí.

—No, lo siento, llevo prisa, no me gusta el helado.

Caminé rumbo a los pasillos apenado y con la cara roja. Antes de salir tomé un litro de helado chocolate del más barato que había.

martes, 21 de agosto de 2012

Soñé con un escritor que me gusta

Soñé con este escritor que me gusta.

Debido a que está muerto, es la única forma que tengo de conocerlo.

E iba a su casa a tomar algo. No recuerdo qué. Lo que recuerdo es que, luego de tocar la puerta, me abrió una mujer.

"Lo vengo a ver", le dije. "Pase", me respondió.

Lo primero que vi, fue comida tirada en el recibidor. La mujer trapeaba por ahí lo que era posible.

Siguió a lo suyo sin darme su atención. Fue necesario que buscara a mi amigo yo solo.

Tardé un rato en notar que en el primer piso no había nada. Tuve que subir las escaleras para ver la vida de ropa arrumbada. No pude abrir ninguna de las puertas a la redonda, excepto una de donde salía música clásica.

Y ahí estaba. Igual de viejo que en las fotos, con un cigarro en una mano y con una fotografía en la otra. Lo saludé y me pidió que tomara asiento.

¿Sabes quién es esa mujer?
Es la mujer que amo.
Todos los días viene y limpia esta casa hasta la última ventana.
Va con su pequeño trapo. Frota los espejos con una ternura que deja un reflejo mejor del que había.
La conocí por un anuncio en el periódico.
«Mujer con experiencia en aseo busca hogar en el sur.»
Le llamé. Le dije que viniera. Dejé que se quedara en mi corazón.
No creas todo lo que lees en mi libros. Cambié muchas historias para ser un verdadero escritor.
Soy un hombre limpio. Así que para justificar la presencia de esta pequeña mujer a mi lado, tengo que tirar basura por el suelo antes de que llegue.
Hoy llamé al restaurante chino. Pedí que trajeran el menú del día.
En cuanto el repartidor llegó con el paquete, lo esparcí desde la puerta de entrada hasta mi habitación para darle una ocupación a esta mujer.
Ella no sabe que la amo, que la quiero. Y nunca se lo diré. No cometeré esa atrocidad. Me gusta verla feliz.
A diario le pago con el dinero que junté de todos esos relatos que tanto te gustan. Te lo agradezco.
Me gusta que esté ahí con su trabajo. Saber que en cualquier momento puedo bajar las escaleras para ver a la mujer que amo.
Ver sus manos e imaginar que soy la suciedad que intenta limpiar.

Eso debe ser suficiente para ti.
Ahora brindemos.



miércoles, 15 de agosto de 2012

De alguna manera


Un día, si eres afortunado, te toparás con una persona especial que te haga recobrar la confianza. Una que te hará  saber que tu juicio sobre quienes has conocido no sea  tal vez  tan severo como pensabas en esas noches donde te decías: buenono debería ser así, quizás esté siento injusto, soy demasiado exigente, nadie será nunca como yo quiero. Cuando la conozcas, sabrás que en efecto, hay gente tonta y vacía, que no es solo una impresión tuya, sino que así es. Al menos para tus principios. Y recuperarás la fe y dirás: vaya que es posible la decencia. Que podrás sí, haber sido exigente, pero que nunca renunciaste a encontrar lo que deseabas, que nunca te conformaste con lo que había, que mantuviste hasta el final una idea fija en tu cabeza. Una imagen clara que varias veces pensaste no llegaría. Y de repente, probablemente desprevenido, caigas en cuenta de que ahí está. Que siempre estuvo en un rincón del mundo. El que no haya sido inmediato le agregará emoción. Cada uno de los días perdidos y sufridos será un valor agregado al encuentro esperado. Nadie te podrá quitar eso, el alivio de una persona dándote la razón; una razón que lleva mucho consigo. Sabrás que si hay alguien, puede haber otros. Seres por los que vale la pena esperar y salir de la cama cada mañana. Lo único que tendrás que averiguar es si cumples el mismo papel para ese alguien más.

lunes, 13 de agosto de 2012

Del otro lado


Encontré una hoja de papel en un libro que saqué de la biblioteca. Cumplía la función de separador en la página ochenta. Era de forma cuadrada, diez por ocho centímetros, con la imagen de una obra de teatro a estrenarse el doce de marzo. Puede que desde entonces no haya sido sacado por nadie más. Quisiera preguntarle a esa otra persona por qué no continuó con la lectura si, al menos así me parece, es la mar de interesante. He encontrado objetos similares en medio de libros públicos que no dejan de producir una sensación especial en cuanto doy vuelta a la página. Una señal, acaso, mandada por otro lector. Lamento no poder interpretarlo como quisiera. Preocupa porque quizás sea una advertencia: no sigas leyendo, se trata de una novela que arruinará tu vida. El predecesor pudo haber muerto debido a las páginas envenenadas, no pudo regresar para conocer el final. Debe haber una precaución que deba tomar, pienso, buscar unos guantes que sirvan para seguir hojeando sin temor a que de pronto mis manos se deshagan. Cuál párrafo será el último de los ojos. Sigo en ello, no creo que alguien pudiera abandonar como así una lectura de pasiones. Hubo una historia detrás, un disparate, la reacción ante un muro inmenso. No lo alcanzo adivinar. Libro maldito al que hay que dejar. Regresar a la biblioteca para que siga tal como está. El próximo que lo encuentre debe estar advertido. Ya sabrá si le conviene avanzar.

domingo, 5 de agosto de 2012

Mientras el café se enfría


El café está hirviendo. Sabes el peligro que conlleva ponerlo en tu boca. Podrá sonar cobarde, pero no quieres quemarte. Así que esperas un rato para que deje de estar tan caliente. Pasan unos segundos, todavía no es suficiente. Lo sabes, debe estar casi igual. Decides esperar unos minutos más. Sigues platicando con tu acompañante. Cuando te habla no le entiendes mucho, sigues pensando en el café, a saber si sigue con la misma temperatura. Te preocupa ver que el señor de la otra mesa ha dado ya ocho tragos mientras tú sigues a la espera. Es claro, el mesero lo nota, que tu estrategia es conservadora. Te da vergüenza. Empiezas a desear estar en algún otro lado, en un molino o en un balneario. Hay otro detalle que te preocupa. A cada segundo que pasa el café cambia. El sabor que tenía hace unos instantes es diferente al de ahora. Te aterra estar perdiendo tragos exquisitos por temor a quemarte la boca. Piensas en cuál será el punto exacto. Quieres dar un paso adelante. Quizás justo en ese momento debas tomar la taza y dejarte llevar. Luego, como siempre, te lo vuelves a pensar y adiós. Aguardas de nuevo. Lo siguiente que sabes es que el mesero ha llegado para preguntar si se ofrece algo más. Le pides una servilleta y te retiras.