jueves, 23 de junio de 2011

Lady In Red

El alto o bajo nivel de idioma inglés que tengo ahora se lo debo, en gran medida, al maestro que llevé en la primaria. Se llamaba Felipe, tenía métodos de enseñanza efectivos gracias a los que aprendí, calculo, el 80% de lo que sé ahora. Lo que vi en secundaria fue redundancia y ya en la prepa tuve un profesor cuyo único mérito era decir groserías y contar chistes durante sus clases.

La esposa de Felipe también era maestra en la escuela, se llamaba Ana. Tenían un hijo varios años menor que yo. No debían quererlo mucho porque lo tenían estudiando ahí mismo, en una deficiente escuela que dejó traumas en cada una de las generaciones. Una vez hubo un incidente entre ellos, al parecer la maestra Ana se dio cuenta de alguna infidelidad de su marido con otra de las empleadas del lugar. Una mañana, en medio de una clase, el profe Felipe, sorprendido tanto como nosotros sus alumnos, vio entrar a su mujer al salón con cara de pocos amigos. Se acercó hasta donde estaba él, que había interrumpido la lección para ver qué pasaba. Acto seguido recibió una poderosa cachetada que le dejó una marca rojiza en una gran parte de la cara. Jamás pude volver a verlo con los mismos ojos. Cuando trataba de enseñarnos algo, venía la imagen mental de aquella escena tan bochornosa para él. Le perdí algo de respeto. De cualquier forma, les digo, aprendí bastante con él. Una de las herramientas que usaba con nosotros eran las canciones. En cada festival elegía una que teníamos que aprender y cantar el mero día. Desde luego por ahí desfilaron lugares comunes como "Imagine", "Woman", "We Are The Champions" (pueden burlarse) y otras tantas que tenían como único denominador en común el pertenecer a la categoría "Adulto Contemporáneo".

Para un día de las madres en el cuarto año, la directora quería que cantáramos "New York, New York", versión Frank Sinatra. Previamente había sugerido "Mother" de John Lennon. Evidentemente no tenía ni puta idea del inglés y se había dejado llevar por el engañoso título por lo que tuvimos que orientarla. Desde el principio la idea fue recibida de mala gana, en cuanto escuchamos el ♪ Start spreading the news, I’m leaving today...♪ en el cassette que nos prestó, supimos que era una elección anticuada que no correspondía al ánimo que distingue a esa celebración en particular. Inmediatamente empezaron las risitas, los suspiros, las quejas.

En un arranque de gallardía, el maestro Felipe sugirió un cambio de tema, nos indicó que no debíamos avisarle a Miss Yola (la directora), porque de otro modo echaría abajo nuestros planes. La canción sustituta no era menos ridícula, se trataba ni más ni menos que de la ochenterísima (y ñoñísima) "Lady In Red" de Chris de Burgh. Sigo sin entender por qué escogió una tan romántica, si se supone iba dirigida a nuestras mamis. Para hacerlo aún más ridículo nos pidió que le sugiriéramos a ellas que asistieran al día del evento vestidas de rojo.

El día llegó, y todas las mamás llevaban ropa roja...excepto la mía que iba de negro. Olvidé avisarle sobre el color del vestuario. Ni hablar, hice que se perdiera de la, huy, sorpresota de su vida. Lo que más recuerdo de esa mañana, aparte de eso, es la cara de la directora, reconocida por su mal genio, cuando la música empezó. En vez de escuchar la tonada dedicada a La Gran Manzana, nos vio ahí cantando un éxito de los años ochenta. Ver cómo sus sonrisa se desvanecía representó algo similar a lo que luego conocería como orgasmo. La pobre hasta llevaba puesto el sombrero de copa que había propuesto originalmente para el vestuario.

Pocos meses después el maestro renunció para irse a trabajar a Interlingüa. Una vez me lo encontré en un camión y nos saludamos. Me sorprendió que me reconociera, yo había cambiado, él seguía relativamente igual. Le dije que le debía lo que sabía de inglés y al rato nos despedimos. Un hombre simpático.

Me vino a la mente esto porque hoy es el cumpleaños de mi madre y no sé qué decirle.

sábado, 18 de junio de 2011

Compro acciones de Telmex

Fui a comprar algo a la tienda de abarrotes que queda cerca de la casa. En el camino vi un poste con un letrero que decía:

Compro acciones de Telmex
7778-499819

He visto muchos similares a lo largo de mi vida. Son un misterio que me intriga. Nunca he entendido por qué anunciarse de ese modo, así como nunca he sabido si la gente común y corriente tiene acciones de Telmex como para andarlas vendiendo a otro señor.

De repente me abstraigo y tardo en reaccionar. Permanecí quieto en medio de la banqueta pensando en Carlos Slim. Por alguna razón me resulta simpático. Hay que agradecerle que tenga los baños de Sanborns lo suficientemente limpios para poder mear en ellos cómodamente. Los precios abusivos y los deficientes servicios telefónicos que ofrece no le quitan el mérito de tener un surtido de revistas en la tienda de los Tecolotes que puedes leer sin que ningún empleado te moleste. Sobre estos últimos quiero apuntar algo, a los varones les hace utilizar un uniforme francamente ridículo (pantalón azul marino y saco ROJO), no obstante a las muchachas las trae con un trajecito muy mono que es como un fetiche para mí. Apenas puedo resistirme a esas faldas azules con su chalequito azul y blusa blanca. Ni hablar de las pantimedias color carne, los zapatos...

En esas estaba cuando escucho la voz de una mujer. Volteo, tiene sesenta años aproximadamente.

—¿Carlos?
—Sí.
—¡Hola! ¿Cómo has estado?
—Bien.
—¿Y tú papá?
—Bien.
—¿Está acá él también?
—No, el sigue allá, no tiene vacaciones. Yo sí, vine a pasar unos días.
—Supe que tu abuela ha estado malita.
—Sí, un poco, ahora se encuentra estable.
—Me da mucho gusto, ya ves que yo a tu familia la quiero mucho. Tantos años. Fíjate que yo te conocí cuando eras un bebé. Ya ni te has de acordar de mí.
—Sí me acuerdo señora, je.
—Te pareces mucho a tu papá. Los ojos son de tu mamá, el resto lo sacaste de tu papi. Él y mi hija eran cuates. Diario se juntaban en mi casa. Les hacía galletas.Les gustaban un montón. Pasaban horas juntos. Luego dejaron de verse cuando cambiaron a tu abuelo. Cuando puedas dile que Rosa está esperando una niña.
—Sí, yo le digo.
—Y dile que le mando muchos saludos. Lo quiero mucho.
—Claro.
—¿Cuándo vienes a visitarme? Hace tiempo que no vas.
—No sé, a ver si pronto me doy una escapada.
—Ya no te distraigo más, nos vemos después. Tengo que comprar algo.
—Que esté bien.
—Me saludas a tu mami y a tus tías.

Ni idea de quién era. Ya no fui a la tienda. De regreso a casa me puse a pensar en lo poco que he hablado con mi padre últimamente. No es que nos llevemos mal, simplemente el diálogo no fluye entre nosotros las pocas veces que nos vemos. Al contrario, le agradezco el ejemplo positivo que me ha dado. Ahí está para ilustrarlo, lo del amor por los animales. Desde pequeño me enseñó a ser considerado con ellos. Soy afortunado de no ser uno de esos escuincles que apedrean palomas o asesinan gatos. La forma en que tratas a los animales está íntimamente casada con la manera en que te relacionas con los humanos. Hay una frase de Gandhi al respecto que ya conocen de sobra.

Hubo un ocasión especialmente aleccionadora al respecto. Hace años, nuestros Schnauzers tuvieron la excelente idea de aparearse. Luego de varias semanas, la hembra dio a luz a cuatro crías. Desde el principio supimos que era complicado mantener a seis perros dentro de la casa (no somos de los que los dejan dormir afuera). Alimentarlos, darles espacio y limpiar sus desechos se vuelve una pesadilla sin importar cuánto los quieras. Mi padre luchó hasta el final para que lo hiciéramos, mas no se pudo. Teníamos que separarnos de dos. Yo en la escuela (era un niño aún) escuchaba casos de compañeros cuyos padres vendían cachorros cuando pasaban por una situación semejante. Ya en los supermercados había visto anuncios de venta de perros, y claro, en los centros comerciales miraba tiendas especializadas donde los vendían a precios altísimos. Debido a ello, una noche me acerqué a mi padre y le pregunté:

—¿Vamos a vender a los perritos?
—Cómo crees, los perros no son objetos, vamos a dárselos a quienes puedan cuidarlos y tratarlos con cariño.

Sin darse cuenta, y acaso sin pensar que yo pudiera comprenderlo, me dio la más grande lección de moral que he recibido hasta ahora. Y la gente que vende animales en la calle me sigue dando mucho, mucho asco.

viernes, 17 de junio de 2011

La mejor cena de su vida

Estaba en una oficina con la psicóloga de la secundaria en la que cursaba hace siete años. Las bajas calificaciones y los constantes retardos (rompí el récord de la escuela, llegando tarde durante un mes entero viviendo a 10 minutos de distancia) me tenían ahí. Era presa de cierta incomodidad, la mujer era guapa y noté que movía rápidamente el iris de izquierda a derecha mientras me miraba. No he visto otra persona que pueda hacer lo mismo.

—Tu problema es que necesitas de motivaciones. De poco sirve que te regañen cuando llegas tarde o cuando repruebas. Por lo que te he visto, resulta evidente que estás desanimado. ¿Hay algo que te inspire? Me gustaría saber qué es lo que te impulsa a salir de tu cama por las mañanas. No te estoy regañando, aquí tenemos la responsabilidad de ofrecer un entorno agradable y próximo con el fin de que ustedes los alumnos asistan con gusto. Puede que estemos fallando, si te sintieras cómodo con nosotros te aseguro que siempre llegarías temprano. Necesito que hables, dime algo, dime cómo podemos ayudarte.

No le dije nada. Lo comprendió. Me dejó salir.

La rubia tenía razón. Soy alguien que depende en demasía de los estímulos. Cualquier detalle (o la ausencia de éste) influye mucho en mí, aunque no quisiera. Desde lo mínimo que puedan imaginar. Por ejemplo, un "me gusta" en Facebook. Algo tan pequeñito e insignificante me revienta. Si pongo alguna frase o un video y no recibe ningún pulgar arriba, me desanimo. Es estúpido, lo sé, pero no puedo remediarlo. Existe una diferencia entre recibir 8 megusta y algunos comentarios, que ver tu publicación vacía, tal como la pusiste. Mi cabeza empieza a volar, realizo conjeturas, siento que algo he hecho mal. Pienso en la cara de mis contactos diciendo:

—Jajaja, pobre imbécil pensó que al publicar esa fracesita recibiría muchos likes. Jajaja, te equivocaste, perdedor. Jajaja.

Pasa algo similar con este blog. Hay veces en que a falta de motivaciones, tengo que inventarme algunas. Quiero decir, cuando escribo lo hago por gusto, pero hay una diferencia entre hacerlo en privado y hacerlo en público. Es difícil que pase un día en el que no escriba. Siempre hay algo, una pequeña carta, un poema, un cuentito. Los dejo en un rincón secreto que tengo por ahí reservado para lo más importante y penoso que he escrito. Aun así, uno debe exhibirse un poco y, como les decía, a falta de motivaciones reales, me invento algunas para conseguirlo. La semana pasada me dije: "si publicas algo, un niño pobre se encontrará un torta de cochinita pibil. Será la mejor cena de su vida". Y me animé y escribí. No requerí de que nadie más me impulsara, pude hacerlo por mi cuenta. En la vida tienes que escarbar tus propios espacios, aunque siempre te lamentarás que no exista alguien que te eche una mano.

jueves, 16 de junio de 2011

Pedazo de novela

Después de varios meses me animé a echarle un vistazo a la novela (las cursivas no son gratuitas) que escribí en noviembre del año pasado. Como era de esperarse, me aterré. Escribir algo tan largo en tan poco tiempo trajo severas consecuencias, como la prosa atropellada y una cantidad enorme de errores. Editar dicho trabajo implicaría une esfuerzo tres veces mayor del que significó escribirlo, algo que jamás haré, en gran medida porque ni siquiera vale la pena. No se trata de un diamante que deba ser pulido, sino una lata que debe ser aplastada y desechada. Como toda mediocridad, tiene algunos chispazos, no deslumbrantes, pero cuando menos aceptables. Dejo un pequeño fragmento, no sin algo de bochorno. Eviten entusiasmarse, y no pidan que les cuente mucho más. Que conste.

***

El perro de los Valdivia era famoso en toda la colonia. Lo tenían afuera, en el pequeño jardín ubicado a un lado de la cochera. Lo separaba de la calle una reja de barrotes de no más de tres centímetros de grosor. El espacio que había entre uno y otro era tan pequeño que apenas se alcanzaba a distinguir su raza. Parecía un pastor alemán. Nadie sabía cómo se llamaba, aunque algunos habíamos convenido a llamarlo Ramón. Lo que lo hacía célebre era la estridencia de sus ladridos cada que alguien se atrevía a pasar a menos de 10 metros de donde estaba. Cuando lo hacía, reventaba los oídos de quienes tenían la mala fortuna de habitar la misma cuadra. Los niños le tenían miedo. Hubo noches en las que no dejaba dormir. Sin necesidad de reunirse para acordarlo, los vecinos tomaron la decisión de no pasar más por ahí. Meses de soportar el sonido de esos ladridos infernales habían colmado la paciencia de todos.

(...)

Había optado por retomar la vieja costumbre de salir a caminar. Era necesario por el alarmante aumento de peso sufrido en los últimos meses. El único ejercicio para el que me sentía capacitado entonces era ése, el de caminar. El primer día fue importante. En los audífonos llevaba música para convertir la rutina en algo llevadero. En algún momento empecé a sentirme contento. Caminar es fantástico, pensé. Ir hacia ningún lugar en particular, quiero decir. No dependes de nadie más que de ti mismo. Sientes que abandonas algo, sensación que viene de perlas cuando llevas cierto tipo de existencia. Lo mejor es eso, que puedes caminar aunque no tengas a dónde ir. Lo pasé de tal manera que tardé en darme cuenta que ya había anochecido, y que la ruta aleatoria me había llevado a la calle en la que vivían los Valdivia. Su casa estaba cerca y Ramón no ladraba. Acaso estaba dormido, pensé, así que seguí caminando, sin temor. Comprobé que me equivocaba cuando lo vi sentado en la cochera que cuidaba. No emitía sonido alguno. La reja no impidió que mirara sus ojos. Parecía tranquilo, y sacaba la lengua. Me acerqué aún más sin que esto cambiara nada. Él seguía apoyándose en sus patas, pacífico, casi amable. Segundos después seguí mi camino. No supe si su silencio se debía a que extrañaba la presencia de un desconocido, si le simpatizaba o si, simplemente, mi estado, evidentemente lamentable, no le intimidaba en lo más mínimo.

martes, 14 de junio de 2011

Tener 40 años

Quiero decirte algo rápido: me gustaría tener 40 años. Esa gente que habla de lo bonito que es la infancia y la juventud seguramente jamás tuvo carencias y, probablemente, ahora tienen un trabajo de mierda. En lo que a mí toca, debo decirte que preferiría saltar esta etapa para seguir a la siguiente. Ya me he resignado: estudiar no es lo mío, como tampoco lo es depender económicamente de alguien. Lo que yo quiero es despertar por las mañanas, bajar a ver el desayuno preparado por mi esposa, que está en bata y sirve algo de fruta. Decirle que no tengo tiempo, que llegaré tarde al trabajo y que me conformo con el café y algo de pan tostado. Afuera el jardín con nuestro perro, al que le gusta acercarse para ser acariciado. Paso la mano sobre su lomo y monto el auto. Recorro las calles: los peores problemas son los de tránsito. Nada grave. Llego a un trabajo que amo, con gente agradable y una secretaria guapísima a la que contraté no por su físico, sino por sus habilidades. Jamás podría estar con ella por quiero mucho a mi esposa. Es lo que deseo. Tener 40 años y llevarme bien con mi jefe, un señor ya mayor del que aprendo lecciones de vida mientras platicamos en su oficina tomando un whisky. Lo tengo claro: salir del trabajo con el ánimo alto. Llegar a casa y cenar con mis hijos. Niño y niña. Que tienen tarea, que tienen un promedio de 8.4. Mira, no me gusta este ritmo de vida cuando lo que deseo es estar acostado en la cama, mirando la tele con el volumen bajo. Sin poner atención, simplemente en modo relajado. Tomar una ducha, lavarme los dientes, tomar un vaso de agua. Leer el libro que tengo el buró. El que he no he logrado terminar luego de tres meses porque lo leo a un ritmo de cinco páginas por día para después caer dormido. Y al otro día despertar descansado, y darme cuenta es domingo o sábado y que el sol pega lo suficiente para comer en el jardín. Con nuestro perro y la comida que más nos gusta.

domingo, 12 de junio de 2011

Los vecinos llevaban pan

Unos patos protagonizan la única foto decente que tomé en el semestre donde llevé la materia de Discurso y Técnica Fotográfica. La conseguí con la cámara de Vian (que no es Boris, por si se lo preguntaban, en primer lugar porque es mujer). No es la gran cosa, le daría un 6 de calificación. Lo que pasa es que el resto de las que llegué a tomar eran una verdadera desgracia. No estuve enganchado a la materia, con todo y que era de las que llamaba mi atención cuando elegí la carrera. El maestro era un tipo al que le apasiona la fotografía con el que, sin embargo, no logré conectar. No es culpa suya, honestamente ya casi todo me aburre y en sus clases, mientras los demás se peleaban por acaparar las pocas cámaras que había, yo me quedaba sentado en algún rincón con los audífono puestos. Aprovechaba para intentar recordar lo que había soñado la noche anterior.

Uno de los primeros recuerdos que tengo relacionado con los animales, tiene que ver con patos también. Tenía yo seis años cuando mi familia me llevó a un parque. Recuerdo un lago enorme. Le pregunté a mi madre que cómo le hacía el barrendero para tener el agua tan limpia. Ni una basura se veía flotando por ahí. Parecía el mar en grisáceo y con mejor clima. Cerca de ahí estaban unos pájaros que emitían sonidos extraños. La gente les echaba pan y ellos competían por comerlo. Algo bastante simpático aunque, como siempre, tendía a poner más atención en los derrotados, en los caídos. Noté que había patos que no lograban atrapar una sola migaja. Eran seis o siete los abusados que acaparaban la comida que se les daba. Nadie parecía darse cuenta, excepto yo. Las señoras reían. No les importaba cuál de los patos se zampara el pan, y menos cuáles se quedaban sin probar bocado. Lo único que parecía interesarles era el espectáculo en sí: no alimentar, sino ver en aquellos animalitos un entretenimiento cualquiera.

Le pedí a mi madre que me diera una rebanada de pan. Lo tenía claro: debía darle de comer a cierto pato que estaba más flaco y pequeño que los demás. Era uno que se quedaba rezagado frente a la competencia de una treintena de camaradas. El pobre la tenía difícil entre tantas aves atléticas. Ese pato era como yo, me sentía identificado con él, había un vínculo entre nosotros. Al igual que él no me gustaba despeinarme ni meterme entre la muchedumbre. Esperábamos nuestro momento aunque desafortunadamente éste jamás llegará.

Sin avisar, con el pan en la mano, opté por acercarme a la zona plumífera. Mi pequeño amigo estaba ahí atrás, algo despistado, volteando hacia ambos lados, como esperando ver algo de alimento que nadie hubiera notado para poder desayunar. Avancé con seguridad, sonriendo. Estaba contento de poder ayudar a un ser al que le había tocado llevar una vida desfavorable. Competía en aquel entonces con la bondad de la Madre Teresa. En esto estaba cuando que me vi obligado a retroceder al escuchar el particular cuac-cuac violento por parte un puñado de patos. Los miserables no me dejaban pasar, perdí de vista al que quería alimentar. ¡Los muy miserables me estaban persiguiendo! Como aún no adquiría experiencia suficiente en materia parqueril, emprendí la huida sin soltar el pan, lo que provocó que no me dejaran en paz. Mis padres se habían quedado distraídos unos metros detrás. Recordaron mi existencia hasta que me vieron correr a lo lejos con unas fieras hambrientas a mi estela. Yo estaba francamente atemorizado.

jueves, 9 de junio de 2011

Estoy perdiendo el oído


Mi abuela está siendo cuidada por enfermeras las 24 horas. Tiene 92 años. Aprovechando las vacaciones, vine a visitarla por algunos días. Relaja estar aquí, conviviendo con familiares a los que veo poco. Se trata de un lugar pacífico. Puedo hacer lo que me gusta sin ser molestado. Leo, veo películas, escucho música, escribo para mí.

Ayer bajo a cenar algo. Pan tostado y leche con chocolate. Ya es tarde. Acompaño a una de las enfermeras que también está comiendo. Lupita, se llama. Mujer joven, algo parlanchina. Yo perdí las ganas de platicar hace año y medio. Lo considero una pérdida de tiempo. Prefiero estar en silencio. Y no lo hago para poder escuchar, que eso ya tampoco me gusta. Lo que quiero son mis pensamientos, o dejar la mente en blanco. Esto último es complicado así que tengo que conformarme con lo de los pensamientos. Los menos posibles. Así tiene que ser cuando la mayoría de ellos son negativos. La enfermera lleva 10 minutos hablando y no sé que está diciendo. Pasa mucho últimamente. Alguien abre la boca y luego de unos minutos reacciono y me pregunto: ¿qué carajos me está contando? Pierdo el hilo. Resulta terrible porque si te hacen una pregunta no sabes qué decir, o respondes con monosílabos, que ya en sí mismo es muy arriesgado. ¿Qué tal si contesto que "sí" a una pregunta que iba sobre la castración de cachorros? No tengo nada personal en contra de ellos, joé. Cuando respondo juego a la ruleta rusa. A veces digo , otras veces no, sin saber siquiera de qué va la conversación. He tenido suerte hasta ahora, suelo atinar. Pienso que he de haber adoptado esta actitud por una larga sucesión de charlas intrascendentes. Charlas que no cambian en nada mi vida. Charlas que no van a ningún lado. Charlas que no traerán el fin del hambre en los países pobres.

Como el pan tostado lentamente. En eso ando cuando siento una descarga eléctrica en mi interior. Reacciono y escucho decir a la enfermera:

—Se dice que para el 2020 4 de cada 5 personas tendrán Sida en el mundo.
—¿En serio?
—Sí, lo leí en una revista.
—Interesante.

Hace año y medio le habría dicho que eso era imposible. Le habría preguntado de qué revista sacó esa información disparatada. Las palabras salen de livianamente de algunas personas. Sueltan despropósitos y después dicen que lo vieron "en internet", como si internet fuera un libro de 200 páginas completamente certificado. O como Lupita, de "una revista", que lo mismo puede ser National Geographic que el semanario de lo Insólito.

Ahora me quedo callado y dejo que ella siga iluminándome. De qué me sirve andar corrigiendo a desconocidos. Que sea otro el se encargue de ello. De cualquier forma nada cambiará y si lo hago, probablemente no me haga caso, siempre existirá la necedad. Soy exigente con las personas a quien quiero. Con mi familia soy duro y a veces me porto de mala forma. Lo hago sin querer. Deseo lo mejor para ellos y por ello actúo desproporcionadamente. Lamento ser así, de verdad. Pero deben saber que trato peor a quienes no me importan. A ellos ni les hago caso. Dejo que sigan su camino. No interfiero. Alguna vez fue diferente, trataba de dejar una impresión positiva en ellos. Me cansé y ya no lo hago. Es poco efectivo y la mayoría de las veces acababa peor. Te llaman criticón o te encajan insultos del peor tipo.

Termino el pan tostado y permanezco en la mesa unos minutos extra. Sin decir una sola palabra. De verdad no sé cómo llegó al tema del Sida, ni sobre qué continuó hablando después. Me cae simpática, de cualquier forma. La enfermería es una profesión noble y honrada. Lupita lleva un turno de 12 horas para atender a alguien con quien no tiene ningún tipo de vínculo personal. Se lo agradezco. Y la escucho. Juro que pongo todo mi esfuerzo para lograrlo.

martes, 7 de junio de 2011

Despertar es un fastidio

En mi casa se alarmaron al ver una docena de botes de pasta de dientes tirados en la basura. Estaban nuevos, con todo y caja. Había sido yo el que los desechó.

—¿Pero a ti qué te pasa, estás loco? ¿Por qué las tiraste? Las acabo de comprar.
—Lo siento, madre, pero esas pastas de dientes no venían con la tapa pegada al envase.
—¿Qué estás diciendo?
—Fíjate bien, cada que las usas tienes que quitar la tapa. Y las tapas se pierden. Después vienen muchas discusiones.

Se me quedó viendo raro. Saqué una de las que estaban en en el bote.

Le expliqué:

—Compraste de estas:


De las que traen una taparrosca del diablo (ausente en la fotografía), que ha provocado cientos de peleas y divorcios entre personas que buscan cualquier pretexto para enemistarse. En cuanto a alguien le da por dejar de taparla, el otro inicia una serie de reclamos que generalmente terminan mal: "¿Por qué no le pusiste la tapa, animal? No soporto vivir contigo." Es irritante, al quedar descubierta, la pasta tiene la costumbre de salir de paseo para quedar embarrada en la porcelana del lavabo o ensuciando el piso. Difícil de quitar con un trapo. En casa no estamos para tomar el riesgo. La tensión es tal que no podemos darnos el lujo de juguetear con una bomba nuclear.

La gente precavida compra de estas:

Como ven, no hay necesidad de quitar absolutamente nada, simplemente se levanta la tapa. Ya después de darle uso, la cierras, o no lo haces. Lo importante es que nada se pierde y no agregas un motivo nuevo para discutir.

—Debe haber prudencia en esta casa. No por aprovechar una oferta debes arriesgar la unidad de la familia. Ahora déjame en paz.

***

Así es como dejó de hablarme por un tiempo. No me lavé la boca hasta la siguiente quincena.

sábado, 4 de junio de 2011

Algunas predicciones modestas


Harold Camping, un reconocido anciano cristiano, hizo el ridículo de la década al decir que el mundo acabaría el 21 de Mayo de este año. Yo escribo esto y ustedes lo leen, así que podemos concluir que se equivocó. Lástima. Ya después lo quiso arreglar con una nueva fecha tentativa para el apocalipsis: el 21 de Octubre de 2011, justo un día después de mi cumpleaños. Genial. Así que no escatimen con los regalos, total, las deudas desaparecerán con nosotros.

El tema no es nuevo. Desde que tengo uso de razón (no hace mucho, la verdad) he venido escuchando a sujetos con pretensiones místicas decir que el fin está cerca. Jamás lo creí. La idea de despertar a media noche y ver fuego caer del cielo mientras unos jinetes sobrevuelan por ahí no me parecía realista, a mediano plazo, al menos. Tampoco llegué a pensar que un meteoro pudiera tener el suficiente tino para estrellarse contra la tierra mientras yo intentaba orinar en el baño, ni que un monstruo submarino fuera capaz de competir contra los helicópteros y misiles del ejército norteamericano en un intento por destruir a la civilización occidental.

Este tipo de actividades estafas me molestan. Pese a ello, no negaré que algunas de ellas son tan ridículas que tienen su punto seductor Si no te lo tomas en serio hasta puedes echarte unas risas. Mi madre llegó a comprar en un par de ocasiones el libro de predicciones de la recién finada Giovannita. Una vez me puse a hojear uno de ellos, creo la edición 2006. Una vergüenza. Sin tirar nombres, adelantaba accidentes de "celebridades", embarazos, atentados, bodas, decesos. Rellenaba con obviedades: eventos que invariablemente ocurren cada año como desastres naturales y conflictos sociales presentándolos como revelaciones celestiales. El truco era que la lectura morbosa caducaba al poco rato y que pasado un año ya nadie se acordaba de comprobar la efectividad de sus apuestas.

La carne de los libros, no obstante, está en lo grandilocuente, en la misera, en la hecatombe, el desastre. Creo que el problema de Harold, Giovannita y de quienes se dedican al negocio de las profecías, es que ponen el listado demasiado alto. Por querer escandalizar salen con disparates que a estas alturas ya pocos se tragan. Yo les aconsejaría que para recuperar algo de credibilidad, le bajaran un poco al volumen de sus palabras. Tranquilos, hay que empezar desde abajo. Es como todo en la vida. No puedes esperar ligarte a Adriana Lima así como si nada. Tienes que ir poco a poco. Medirte con quienes jueguen en tu liga, muchachas de este mundo. Luego ya, con algo de experiencia y confianza puedes aspirar a subir un escalón o dos, con la esperanza de que un día de estos te encuentres unos cuantos kilos de oro, que entonces sí, te permitan ir por una modelo brasileña.

Para predicar con el ejemplo, y para incursionar de una vez en la esfera de las profecías, me he animado a realizar 5 de ellas; esos sí, bastante modestas, con el objetivo de lograr una efectividad que supere a la de mi colegas. Aquí van.

  • La Copa Mundial de Brasil 2014 no se adelantará para este verano.

Lo lamento por aquellos aficionados al futbol que esperaban un milagro: el mundial no se adelantará, sin importar que exista el riesgo de que el mundo, ahora sí, se acabe en el 2012 y nos quedemos sin poder admirar el despliegue de la selección azteca, eminente favorita para llevarse el título en esta justa deportiva.


  • Mañana nacerán muchos José Luises.

Como suele pasar desde el siglo pasado, los registros civiles recibirán a decenas de padres felices (y amargados) que, en compañía de un par de testigos, irán a registrar a sus bebés. Algunos llevarán por nombre Jaime, otros Armando, Ignacio, Felipe o, en el caso de la niñas, Mariana, Rosalba o Estelita. Nada digno de comentarse, excepto por el hecho de que muchos de ellos serán bautizados como "José Luis", algo que no se ve muy a menudo, fuera de dos mil o tres mil casos que ocurren a diario.

  • Un par de clientes abandonarán un restaurante sin dejar propina.

Después de almorzar un caldo de pollo con limón y de probar algunos panecillos de la canasta central, una pareja de mediana edad decidirá no dejar propina al mesero que los atendió. Habrá razones de peso, como el mal servicio recibido (ellos en realidad había pedido un filete de pescado), y por el pequeño detalle de que no llevan ni un centavo de sobra. Al final del encuentro saldrán a caminar un poco y, eventualmente, regresarán a sus casas.

  • Se oficiarán algunas misas.

Los monaguillos pueden estar tranquilos, su labor seguirá siendo requerida durante los próximos lustros. En las iglesias habrá misas para largo. Lo lamento por los ateos, tipos generalmente legales que ansían ya mañana se suspendan los rituales religiosos que por años se han dado por el mundo. Es lo que hay, y como profeta no puedo tentarme el corazón, debo revelar la información por más dolorosa que ésta sea. Lo siento, muchachos.

  • Un señor se afeitará el bigote.

Harto del picazón debajo de la nariz, un señor (posiblemente de Argelia, posiblemente de Chile) optará por hacer algo que no hacía hace mucho: comprar un rastrillo para quitarse el bigote. Tomará una ducha caliente para que el vello afloje y posteriormente procederá a ir eliminando el pelaje que por años lo distinguió. Tardará un rato, al final se verá en el espejo más joven, pero también más vacío. Y cuando sus hijos se burlen y su esposa le reclame se pondrá algo triste. Y el tiempo que tarde en volverle a crecer un bigote como el que tenía, será una auténtica pesadilla.

viernes, 3 de junio de 2011

Carta a alguien que no me lee

Me acordé de la última vez que te vi. Fue en esa tienda que estaba lado de mi casa. Ibas con un grupo de amigos, mucho más jóvenes que yo a comprar alcohol. Yo por iba por leche. Leche. Para poder comer cereal y ver alguna película olvidable. Te saludé y cedí mi lugar en la fila. ya era tarde y la tienda estaba cerrada. Sólo habían dejado la cortinilla abierta. Preguntamos por nuestros respectivos hermanos. Yo era amigo del tuyo y tú amiga de la mía. Sólo nos conocíamos por ellos. Me dijiste que tu hermano estaba bien, en algún lugar de la ciudad. Nos habíamos distanciado porque yo no soy apto para tener amigos. Soy un ser solitario, mucho que me pese. Quisiera poder ser diferente, disfrutar de la compañía de otras personas. Imposible. Él me caía simpático, aunque a veces pensaba que estaba loco. Debía estarlo para tener reptiles y arañas como mascotas. Una vez fuimos al cine. Odio ir al cine, más si es con otro hombre.Lo hice porque le tenía algo de lástima. Tus padres son doctores y casi nunca están en casa, y cuando lo están no les ponen mucha atención, lo sabes. Pasaba tardes solo, sin nada que hacer. Yo igual, pero él era un ser social que necesitaba ser escuchado de vez en cuando. Vimos Bambi 2, aún lo recuerdo. Sí, dos tipos mayores de edad viendo la película de un venadito. Luego yo me fui a otra ciudad y perdí el contacto. Alguna vez me pareció verte como sugerencia de amigo en Facebook. No me sentí con la confianza de agregarte. A él también lo vi, tampoco lo agregué. Estaba en una etapa elitista y sólo agregaba a personas muy cercanas. Él alguna vez lo fue, luego nos apartamos, te digo. Tiempo después me enteré de que había muerto. Sobredosis. Cocaína. Da igual, ni siquiera quiero pensarlo. En lo que sí pienso es en el que tal vez haya fallado, en que quizás debí seguir siendo su amigo. El egoísmo que me hace pensar que en algo pude haber ayudado es el mismo que me alejó de él y cualquier otra amistad.

¿Sabes que haría si tuviera mucho dinero? Abriría una cuenta con 100, 000 pesos en un banco. Sería dinero exclusivo para comida. Específicamente para no volver a comer pollo rostizado en mi vida. Aborrezco el pollo. Aborrezco el pollo rostizado. Cada que un familiar se le ocurriera sugerir comer pollo, le diría: « No te preocupes, tía, esta noche invito yo» Y los llevaría a comer pizza. O les invitaría a un restaurante fino. No me importaría gastar la mitad de esos 100, 000 pesos en una noche con tal de no volver a comer pollo. Como soy clasemediero tengo que resignarme. Sonreír cuando en un fin de semana, en casa de la abuela piden pollo rostizado. Y me apuro a elegir la pechuga, que es lo que puedo aguantar con menor dificultad.

La plática más larga que tuve contigo, Alejandra, fue la que tuvimos ahí enfrente de la tienda de abarrotes. Ojalá no hubiera sido así. Espero te encuentres feliz. Sinceramente

C.S.

jueves, 2 de junio de 2011

7 libros a la semana

Eso era capaz de leer hace dos años. Eran vacaciones de verano. Despertaba a la una de la tarde. Bajaba a comer algo, tomaba una ducha. Ponía algo de música, tomaba un libro y me echaba en un sillón. Empezaba a leer hasta que me daba sueño. Entonces cerraba los ojos. Al despertar había dos posibilidades: que el libro estuviera tirado en el suelo o me estuviera apretando un costado. O que simplemente estuviera sobre mi panza. Seguía leyendo hasta que volvía a tener sueño y volvía a dormir. La música no se detenía, en iTunes había suficiente para 24 días ininterrumpidos. A media tarde despertaba y bajaba por algo de comer. Subía, y comía mientras revisaba algunas cosas en la computadora. Cuando terminaba, regresaba el sillón a repetir la mecánica: leer hasta dormir. Para cuando llegaba la noche, había acabado el libro. Me tomaba mi tiempo, no iba con prisa. A veces se me ocurría algo y lo apuntaba en una libreta. Fuera de eso no hacía mucho más. A la mañana siguiente tomaba otra novela del librero y hacía lo mismo. Sin presiones. Me sentía excelente.

En la actualidad mi ritmo ha bajado muchísimo. Tardo mes y medio en leer 7 libros. A veces hasta más. El año pasado hubo un mes, creo en Septiembre, en el que sólo leí uno. Estaba agotado. La ansiedad no dejaba que estuviera quieto. Leer cinco páginas suponía un gran esfuerzo. Mientras lo hacía quería pararme y arrojarme por la ventana. Ahora estoy más tranquilo. Leer requiere cierto estado de ánimo y no es lo máximo que puede pasarte en este mundo, por mucho que las campañas de Gandhi pretendan hacerte creer. Hay personas muy leídas que no entienden ni papa y sujetos brillantes que apenas y leen. Soy hedonista y si no lo disfruto, lo dejo. Ahora paso una racha donde empiezo a retomar el ritmo de otrora. Son vacaciones y la escuela está lejos. Pienso que el hastío provocado por las clases impiden que uno pueda refugiarse en los auténticas grandes maestros: las de los autores de literatura.

Corazón contento

Tuve que pasar unos días solo en casa. Ningún problema, excepto por el de la comida. La mayor parte del tiempo estoy encerrado en mi habitación, el lugar donde tengo el 80% de lo que necesito. Una cama, una computadora, música, libros... me falta otro 20%, uno vital. Y está eso, el pensar qué comer. Un tema verdaderamente jodido, supongo que hay hombres que se casa simplemente por tener una cocinera velada.

Los primero días lo pasé estupendo. Por la mañana pedía una pizza y era lo que comía hasta que anochecía. Al día siguiente compraba tacos y eso desayunaba, comía y cenaba. Tres días después volvía a pedir una pizza. De vez en cuando compraba una ensalada para disimular. Cuando tu vida se ha convertido en un fiasco, lo menos importante es que te alimentes sanamente, ya más o menos como que da igual.

Hubo una dificultad a la mitad del trayecto solitario. Se me ocurrió ir a una librería para comprar algo que leer. Había agotado ya todas mis reservas. La pila de lecturas pendientes se había reducido hasta el suelo. Tengo manías, una de ellas es que cuando voy a comprar libros tengo que hacerlo por paquete, no puedo salir con uno simplemente. Una vez abandoné una librería de usado con veinte libros bajo los brazos. Los terminé en medio año. Mi ritmo de lectura ha bajado bastante, he perdido la voracidad que tenía antes.

Decía que iba a comprar UN libro, ese era el reto. El dinero no me sobraba. La idea era salir de ahí con algo choncho que no pudiera terminar en una sentada. (La línea anterior está dedicada a los albureros que me leen, a los que tengo algo descuidados). Un clásico ruso, por ejemplo. Patrañas.Lo siguiente que supe es que la cuenta cerró en 800 pesos. Por cinco libros, ninguno de ellos de Tolstoi.

Hice cálculos. Resultó que por culpa de esa compra, tendría sobrevivir casi una semana con el equivalente a 25 pesos diarios. Los días anteriores había estado gastando un promedio de 110 en el mismo transcurso de tiempo, así que era claro tendría que ajustar mi presupuesto. Adiós, pizza; adiós, tacos; adiós, Starbucks. Hola, latas de atún; hola, galletas saladas; hola, miseria.

Jamás podré ahorrar, en cuanto tengo algo de dinero lo gasto aunque sepa que en el futuro tendré que sufrir. Soy la cigarra que agota los recursos mientras la hormiga trabaja duro para cuando llegue el invierno.

La librería me dio asco, por cierto. Las películas te venden que ahí encontrarás al amor de tu vida. Que llegará la tarde en que verás a una chica hermosa preguntando el precio de tu libro favorito y que tú aprovecharás para decirle lo mucho que te gusta (el libro) y ella lo mucho que le gusta leer. Y que después de intercambiar opiniones literarias, saldrás de ahí con ella tomados de la mano a tomar un café. Ocho meses después estarás casado y ella dará a luz a tres hijos angelicales. La realidad es distinta, sentí ganas de vomitar al ver tanta gente platicando como si el lugar se tratara de un simposio insignificante. Nadie compraba nada, ni miraban los libros. Veías el sitio lleno de parejas y de amigos platicando entre los estantes sin ningún pudor. En eso se han convertido las librerías, en lugares para socializar al tiempo en que sirven para aparentar que lees. Oh, miren que cool soy, estoy en una librería porque soy culto, llamen a la sección de sociales para que tomen fotos de esto. Así es la gente. Y luego nos indignamos cuando seres así de pointless se quedan sin empleo. No lo podemos evitar.

A las únicas que escuché hablar de literatura fue un par de muchachas. Llamaron mi atención porque una de ellas era pelirroja natural y a mí me encantan las pelirrojas naturales. Me acerqué a donde estaban (la sección de literatura iberoamericana) con la esperanza de que estuvieran debatiendo acerca de Jorge Ibargüengoitia. No fue así. Eran bastante tontainas, por el contrario. Una de ellas decía:

Pues a mí me fascina leer. En el colegio nos pusieron a leer a este... como se llama... este escritor mexicano...uno muy famoso...
¿Carlos Fuentes?
No. Este... ay, cómo se llama...
Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Ese no, otro muy famoso.
¿Monsivais?
¡GARCÍA MÁRQUEZ!

Salí de ahí sin esperanza. La sociedad se sostiene por tipos tan ordinarios como nosotros.

Al otro día fui al supermercado a comprar cosas que se pudieran cocinar y que, por consiguiente, fueran más baratas que las que ya están preparadas. Salí de aquí con unas latas de atún, imitación de queso manchego, tortillas, algo de carne, frijoles, leche, crema y una lata de salsa. Iba a preparar unas tostadas en la tarde. Las primeras que haría en mi vida. Sobreviviría el resto de los días con quesadillas, atún y con el cereal que abundaba en casa.

En la caja vi a una muchacha hermosa. Estaba detrás de mí. Era morena. Ahora soy un tipo de morenas. Antes era un tipo de rubias. Las he dejado de preferir porque se sienten las dueñas del mundo, que les den. Las morenas son atentas y cariñosas, tienen la piel suave. Ahí estaba ella que iba a pagar un jugo de arándano, nada más. Es una tipa sana, pensé. Llevaba una blusa blanca ajustada de alguna escuela que no adivinaba. Era más joven que yo, pero lo suficientemente madura. El cabello le llegaba a los hombros. Se esmeraba en peinarlo. Pagué lo mío y salí de ahí caminando. Mi casa queda cerca. Ella venía detrás. Apresuró el paso, me rebasó. Pude verla por detrás con ese ritmo oscilante que tienen las mujeres. Caminamos y caminamos. Parecía perseguirla, pero no era así, ella tomaba la misma ruta que yo. Seguimos caminando. Aumenté la velocidad, no quería perderla de vista. Estaba enamorado. Ahora quería saber dónde vivía, o hacerle un poco de plática. El asunto es que ella era delgadita y atlética, yo tenía sobrepeso; ella llevaba un jugo de arándano, yo varias bolsas pesadas. No hallaba la forma de alcanzarla.

A la mitad del camino ella se detuvo. Yo me detuve. Dio media vuelta. Me miró por veinte segundos. Soltó una sonrisa. Y luego siguió caminando. Cuando levanté las bolsas que había puesto en el suelo noté que una de ellas se había roto. El frasco de salsa verde destinado a coronar mis tostadas se cayó y rompió. Ella se alejaba lejos de mí sin darse cuenta de lo que pasaba. Lo pensé un segundo y lo decidí. La iba a perder la siempre.

Regresé a la tienda para comprar otra salsa. Con el estómago vacío uno no puede andar pensando en posibles amoríos.