sábado, 28 de abril de 2012

Tengo tiempo para saber si lo que sueño concluye en algo



El día que murió Spinetta, un amigo puso esta canción y me dieron ganas de echarme al suelo. No lo hice, soy penoso conmigo mismo. Seguí leyendo cualquier cosa cuando mi voluntad pedía que me tirara a abrazar la tierra o arrojar unas piedras. Podré ceder a muchos aspectos, menos a los impulsos.

lunes, 16 de abril de 2012

El libro que no devolví



Por aquel entonces estaba teniendo problemas con las matemáticas. Igual que ahora, igual que siempre. Estaba cerca de un examen definitorio y tenía que pasarlo a menos de que quisiera repetir el primer año de secundaria.  Básicamente no sabía nada. Utilizaba las clases para platicar con mis compañeros. Mis deficiencias en la materia estaban fundamentadas en mi desinterés por la misma. No metía entusiasmo que, junto con mi poca facilidad para los números, daba por resultado una combinación bomba. Lo único que quedaba era buscar clases particulares donde me enseñaran de manera apresurado todo aquello que no aprendí en un año. Mi madre preguntó entre sus conocidos y, luego de mucho intentarlo, acabó por escuchar el nombre de un joven de unos 23 años que dedicaba su tiempo libre a dar lecciones a niños menores de quince años. Junto conmigo se apuntó un compañero que también andaba en aprietos. Se llamaba Arturo. Las clases eran en la casa del maestro que no quedaba lejos de la nuestra. Generalmente nos sentábamos en el comedor y ahí, durante una hora, nos iba a enseñando los que temas que creíamos irían en el examen. 

Pasamos así un mes. Le entendía bien. Supe desde entonces que el trato generalizado jamás ha funcionado conmigo y que me desempeño mejor con grupos reducidos en los que puedo recibir atención personalizada. Normal. En dos semanas logré comprender lo que meses atrás se me presentaba imposible e incluso llegué a creer que las matemáticas no eran del todo aburridas, idea que deseché al poco tiempo una vez que pasé el examen y no volví a tener necesidad de adentrarme en ellas.

Arturo y yo estuvimos, igual que siempre, puestos desde temprano para la última de las sesiones. El profesor aún no llegaba (estaba en el último semestre de la Universidad así que su hermana nos pidió que lo esperáramos en la sala). Estuvimos así media hora. Empezó a llover. Creímos que no iría. Finalmente lo hizo. Llegó con un impermeable y se le notaba de mal humor. Suban, nos dijo. Ese día conocimos su habitación. Prendió su computadora. Les seré sinceros, hoy tengo flojera, no puedo enseñarles nada, nos dijo. Puso música y empezó a platicar de cualquier cosa. No recuerdo casi nada, hasta que empezó a hablar de literatura. Sacó una caja grande llena de libros que tenía en el armario. Le pregunté cuál era su favorito. Buscó entre ellos y sacó uno. Es éste, me dijo. Era El amor en los tiempos del cólera. Le pregunté por qué. Me dijo que se lo había regalado una mujer muy importante en su vida. Lo he leído unas seis o siete veces desde entonces, dijo. Cada que lo hago puedo volver a acordarme de ella.

Nos pidió que agarráramos un libro. El único que quedaba prohibido era el de García Márquez. Arturo no quiso y yo dudé. Siempre he sido tímido y no quise meter mano en su colección. Él insistió. No sé, le dije. ¿Cuál crees que podría gustarme? Sacó uno de cuentos de terror. La portada era la pintura de una mujer gorda  desnuda abrazada por un esqueleto. Llévatelo, luego me cuentas tus impresiones, me dijo. Lo puse sobre mi pecho para que nadie en la calle viera la imagen de la gorda. Salimos de su habitación. En la puerta de la casa nos dimos una despedida ligera, la misma que se da cuando se tiene la certeza de que eventualmente los caminos de volverán a topar aunque no siempre termine siendo así.

Leí el libro durante la semana. Traía relatos de Poe, Lovecraft y otros tantos. El primero era uno titulado "La mujer indígena" que trababa sobre un gato o era uno titulado "El gato" que trataba del fantasma de una mujer indígena. No recuerdo. Lo disfruté mucho. Fue apenas el quinto libro que leí en mi vida. Uno fundamental para que luego convirtiera a la lectura en una actividad regular. 

Jamás se lo devolví. No supe si me lo regaló o si me lo prestó. Algo me decía que era esto último. Al no tomar ya clases con él no había oportunidad de verlo. Tenía planeado dárselo en cuanto nos encontráramos por ahí.

Pasaron los meses y no sucedió. El libro fue acumulando polvo. Me olvidé de él. Leí otras cosas. A veces miraba hacia al rincón de mi cuarto donde lo tenía y me causaba cierto pesar. Debí regresarlo, pensaba. Su presencia era una incomodidad latente que provocaba en mí efectos similares a los que se veía sometido el protagonista de El corazón delator.

Hace unos días, después de casi diez años, volví a ver a ese maestro. Pasó caminando cerca de mi casa y cruzamos las miradas. Ahora llevaba barba y no parecía el joven inocentón que me enseñó a hacer cierto tipo de operaciones. Aun así era fácil de reconocer. Creo que él también me recordó, pese a lo mucho que he cambiado, pese a la desgracia en la que me he convertido. Ninguno de los dos se animó a emitir palabra. Nuestros ojos lo decían todo. Había mucho tiempo de distancia desde la última vez que platicamos. Un saludo hubiera sido incómodo. ¿Se acordaría del libro? Yo lo hice. Supe también que no podía devolvérselo. Que nunca lo haría. Esos cuentos estarán para siempre en mi armario. Son un peso con el que cargaré cada que los vea o piense en ellos.

lunes, 9 de abril de 2012

Jamás he pasado un mal rato a tu lado



El nuevo maestro es rarísimo. En serio, te lo juro. Ya sé que su clase te gusta, que incluso puede resultar simpático. He escuchado a varios de nuestros compañeros decir que le están aprendiendo bastante. No importa, yo extraño al señor González. Vale, que era un gruñón que con métodos de enseñanza cuestionables, pero yo lo quería. Al menos no me daba miedo. Podía entrar a su clase sin temor a que ocurriera algo que pudiera dejarme sin dormir. Ojalá no hubiera tenido que jubilarse. Te digo que no exagero. Desde que llegó el sustituto no puedo hacer tareas o asistir a clases sin sentir que un escalofrío recorre mi espalda. Lo hubieras visto el otro día. Se dio cuenta de que le miraba la cabeza. No pude resistirlo. El peinado que usa es... ridículo. Debería raparse, eso le sugeriría. Y me vió, y en vez de pedir que le pusiera atención, me dijo que me quedara después de clase. Lo hubieras visto, se puso rojo. Lamenté mucho que faltaras. Temí lo peor. De cualquier forma me quedé, no tenía de otra. Cuando el salón ya estaba casi vacío me dijo: le sugiero tener los ojos quietos, jovencita. Me reí. Estaba nerviosa. Terminé peor cuando me pidió que lo acompañara a su cubículo. En la preparatoria uno no se espera esas cosas, ya no somos niñas como para que llamen a nuestros padres o para que nos castiguen haciendo planas. El camino fue incómodo. Nadie dijo nada. Además la escuela estaba por cerrar así que solo vi al conserje y a un par de secretarias platicando en sus lugares. Llegamos y sacó una llave. Tardó en abrir la puerta. La chapa es antigua y aún no le agarraba el modo. El señor González podía a la primera. Recuerdo que era un señor muy amable, cuando lo llegué a acompañar siempre me dejaba pasar primero. El nuevo no, en cuanto se libró del problema entró directo a sentarse en la silla reclinable detrás de su escritorio.

—Tiene que aprender a poner atención, jovencita. Es importante. Lo que cuenta al final en esta vida. Cuántos disgustos pude haber evitado si hubiera puesto atención en su momento. Sabe, me doy cuenta cuando alguien no está siguiendo mi clase. Son ya 20 años enfrentando a estudiantes que, como usted, piensan que no vale la pena escuchar a un profesor. Se equivocan, déjeme decirle. Hay que ser un ignorante para no echar todo eñ esfuerzo en cada una de las lecciones que se ofrecen en la escuela. Mire a sus compañeros, le aseguro que la mayoría terminarán fracasando en la vida. No veo cómo alguno de ellos pueda convertirse en un hombre de éxito, a menos de que alguno de ellos provenga de una familia adinerada, caso en concreto en el que el asunto cambia. ¿Es usted adinerada?

Ay, lo hubieras escuchado, Claudia. Lo dijo en un tono sugerente que recorrió mi cuerpo hasta dejarme balbuceando. No supe qué decirle, así que articulé palabras con la esperanza de que en conjunto cobraran algún tipo de significado. Creo que para él no funcionó, se quedó callado mientras me seguía mirando. Fue horrible. En vez de detenerme hizo que siguiera haciendo el ridículo.

—No... no lo soy... no tengo dinero... tengo una familia —le dije—. Soy alguien decente. Lo menos que puede esperarse de mí es que sea como ellos. Usted perdone si lo molesté, no tengo nada contra su clase. Soy un poco distraída, es lo que puedo decirle. Le prometo que no volverá a pasar. De cualquier forma, usted lo sabe, no era la única. Yo ni siquiera estaba hablando. No debería ponerse así solo conmigo.
—Yo sé que usted no era la única. Varios de sus compañeros estaban en las mismas o peor. Uno de ellos lleva puestos los audífonos sin siquiera atendar a lo que acontecía alrededor. Pero, como he dicho antes, el castigo de ellos será un destino que los conduzca al fracaso. No veo cómo puedan llegar a sobresalir si ni siquiera son capaces de atender a una clase. Si le he llamado a usted en específico es porque creo que usted aún tiene salvación. Usted me recuerda a una vieja amiga que tuve...

Empezó a reír. Ya sabes que en clase es serio y formal, no lo había visto nunca así. Fue una carcajada importante, su respiración era agitada. Se quitó el saco y vi cómo traía las axilas sudadas. Se levantó de su asiento y empezó a peinar el poco cabello que le queda con el peine que traía en el bolsillo.

—Usted debe poner atención a lo que le digo, jovencita. ¿Comprende? Tengo ya 58 años, soy lo suficientemente viejo como para extrañar lo que alguna vez tuve. Salir a dar clases con un público tan desconsiderado no deja de representar una cuesta abajo para alguien que merece recibir la mayor consideración posible. Escúcheme, por favor: honre a su figura. Es usted atractiva, lo sabe. Deje de pensar que por ello tiene su futuro resuelto. En cualquier instante usted podría tener un accidente que le desfigure el rostro o ser víctima de algún loco que la corte en pedazos. Debería conseguirse un novio, alguien que la proteja. Le aconsejo rodearse de hombres mayores, suelen ser menos imbéciles que los chicos de su edad.  Y más fuertes. Mire, toque mis brazos. Son años de ejercicio. Pude dejarlo de tiempo atrás, pero el músculo se mantiene. Le aseguro que ninguno  de sus compañeritos puede presumir lo mismo.

Le dije que tenía que irme. No es que tuviera una ocupación, solo quería salir de ahí. Tú hubieras hecho lo mismo. El tipo está horrible. Uno nunca sabe. Para mí que es un degenerado. Lo peor eran los movimientos que hacía con la boca. Casi pude verlo sacar la lengua. Ojalá pronto venga un nuevo maestro. Mientras tanto pondré atención a las clases. No quiero darle ningún pretexto. Lo que no haré es volver a entrar al salón si tú no estás. Ni a su cubículo. Promete que no volverás a faltar. Eres mi mejor amiga. Jamás he pasado un mal rato a tu lado.

Nos vemos mañana, tengo que colgar.