martes, 22 de noviembre de 2011

Mejor el público que el espectáculo


Este año he ido más al cine que en todo el sexenio pasado. Las razones para evitarlo habían sido muchas, en especial por malas experiencias con el servicio y las personas que asisten a las salas. Hubo periodos, como el del 2004, donde no asistí ni una sola vez. Ya de por sí los precios me parecen abusivos, como para que encima el boleto no incluya la garantía de que ninguno de los asistentes hará chistes imbéciles durante la proyección. Total, que actualmente lo he superado y una serie películas en las que no ha pasado nada excesivamente trágico, han hecho que recupere la fe en este tipo de entretenimiento. La clave, he descubierto, es no asistir en semana de estreno e inclinarse por cintas no demasiado populares con la esperanza de que las butacas presenten suficientes vacíos como para pasarla a gusto.

Eso sí, a veces las películas son tan malas que el público termina por ser lo más relevante de la función, así que comprobé este fin de semana cuando acudí a ver Happy Feet Two en 3D. No soy aficionado a las películas infantiles (clasificadas como AA), la mayoría son aburridísimas si eres una de esas personas que se afeitan y viven amargados por las circunstancias de la vida. Accedí a ver la película esta de los pingüinos por lo de 3D, un elemento que siempre mejora el espectáculo, haciendo que lo malo se convierta en aceptable y lo aceptable en notable. Kung Fu Panda 2, por ejemplo, me pareció maravillosa. Y de no ser pos los lentes que permitieron apreciar los efectos en su totalidad, posiblemente hubiera vomitado durante las proyecciones de bodrios del calibre de Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, The Smurfs y —ni se diga— Yogi Bear.

De antemano estaba preparado para una cinta que prometía no desafiar el estatus de Taxi Driver como un clásico cinematográfico. De cualquier forma, esperaba que Happy Feet empleara el 3D en su máxima expresión ya que desde pequeño he sentido fascinación por los pingüinos, en especial por aquellos que están elaborados a base de plastilina.

Craso error. Supe que la noche sería pesada en cuanto vi a una de las pingüinas protagonistas cantar como si de Beyoncé se tratara. Detesto la mayor parte de los musicales, y cuando los cantores son un grupo de aves marinas, mal vamos. De cualquier forma, hubo algo que salvó la situación. Y no fue la llegada de los créditos (que también), sino la presencia de una niña en la sala de cine.

Verán, siempre me he quejado de las personas que van al cine. De hecho creo que la experiencia se arruina si un desconocido se sienta a tu lado. Más si está comiendo un hot dog o nachos que, amén de expeler un aroma desagradable, se conviertan en un peligro latente con miras a mantener tu ropa sin manchas.

No obstante, esa niña fue diferente. Hizo que el costo del boleto valiera la pena y que el martirio de la película pasara a segundo plano.

Lo logró de una manera muy sencilla: riendo. La vi y tenía seis o siete años. Era evidente que era la primera película en 3D que veía, y cada vez que gritaba emocionada, yo me conmovía. No lo pude evitar, por más frío que suela ser, ella me ganó. Pensé que me gustaría ser como ella. Ser inocente. Poder emocionarme con una burbuja saliendo de la pantalla y poder reír de un chiste malo sin sentirme culpable. Verla ahí preguntarle a su madre cómo podía ser que esos pájaros no volaran, hizo que recordara las mañanas en las que, de niño, veía los documentales de pingüinos en el canal once, donde cientos de ellos recorrían largos bloques de hielo, en medio de la nada en busca, quizás, de eso que todos andamos buscando.

Y eso me encantó.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Si ni siquiera lo intentas

Acá por la casa hay una sucursal bancaria. Seguido paso caminando por ahí. Afuera, a las horas pico, hay un hombre que se pone a vender cinturones y carteras. Cada que lo veo está intentando venderle un producto a las personas que salen del cajero. El tipo me da un poco de lástima porque nadie parece comprarle algo. Es difícil que alguien que sale de un lugar semejante necesite de una cartera, se supone que ya la llevan y además se trata de un accesorio que rara vez necesita renovarse, a menos que la pierdas. Con los cinturones parece correr a misma suerte. Lo veo casi diario y sigue teniendo los mismos. Nadie se lleva uno solo. Desconozco cómo hará para mantenerse en pie. Supongo que tiene otro trabajo, uno que le permite alimentarse y pagar la renta. Vender mercancía debe ser una forma de tener un ingreso extra, uno que desde luego no tiene éxito.

El señor es ya mayor. Me da ternura. Las canas dominan su cabeza. Debe ser difícil ver a decenas de personas salir con fajos de billetes todos los días sin que ninguno se digne a comprar lo que les ofreces.

No obstante, el hombre comete un gran error. Nunca se fija en mí. Cuando camino por ahí, voltea hacia otro lado. Jamás me ofrece lo que tiene, aunque no haya ningún otro potencial cliente a la redonda. Lo que él no sabe es que yo necesito un cinturón. Tampoco sabe que tengo el dinero para comprárselo y las intenciones de hacerlo. Si se acercara y me tratara como a los demás, le compraría uno sin chistar. Pero como no lo hace, me abstengo. Él se lo pierde. Merecido lo tiene por irse con a finta. Por no intentarlo. Por dar la oportunidad perdida antes de que siquiera suceda. Cuando llegue a dormir por las noches debería reflexionar sobre por qué las cosas le están saliendo mal. Si logra encajar las piezas del rompecabezas, logrará ver mi imagen en sus sueños. Será entonces cuando se dé cuenta de que hay un comprador que está perdiendo de vista. Y al otro día vendrá a decirme que tiene un cinturón de excelente calidad para venderme. Pero quizás para entonces ya sea demasiado tarde, y yo ya tenga uno, comprado a un comerciante que ha tenido la gentileza de considerarme.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El conflicto de las rosquillas

Ayer fui a comprar pan. Tomé la charola y con la ayuda de las pinzas fui agarrando lo que me iba apareciendo digno de llevar a casa. Después de hacerlo, fui con la señora de la caja para que me hiciera la cuenta. El total fue de $74.80. No lo pude creer. Bajo ningún concepto, la compra del pan debe exceder los cuarenta pesos . Revisé el ticket. La cuenta era correcta. Qué le iba a hacer, la falta de práctica hizo que perdiera la noción de cantidades y precios. De cualquier forma, creo que la culpa la tuvieron unos muffins de 12 pesos que traían trozos de chocolate encima. Agarré dos que representaron un porcentaje importante de la cuenta. Ignoro cuál, las matemáticas me fallan y estoy tan indispuesto ahora mismo que hasta usar una calculadora me levanta la bostezos.

El contenido la bolsa la completaban un par de churros, una oreja, tres bizcochos de chocolate, un cuernito, dos conchas (nota aclaratoria para los argentinos y/o biólogos marinos: así le decimos nosotros a esto, se trata del pan favorito de las amas de casa y las tías, el público joven prefiere otras opciones), tres campechanas y dos mantecadas clásicas. El no haber ido a la panadería por un periodo prolongado de tiempo hizo que me excediera en la cantidad, y aún así, por si alguien se le preguntaba, no incluí a ninguna dona dentro del paquete.

Primero decir que prefiero utilizar la palabra rosquilla. La influencia de Homero Simpson fue enorme en una generación como la mía, y él jamás utilizó el término "dona" para referirse a uno de sus alimentos favoritos. Lo comprendo. Dona tiene connotaciones filantrópicas que le restan puntos al maravilloso sentido de gordura que debe tener. Rosquilla por su parte utiliza la "q" y la doble l, en una combinación estupenda para pronunciar, tal como pasa con su palabra hermana "cosquillas".

Y no llevé rosquillas no por que no me gustaran. Por el contrario, es uno de mis panes favoritos desde pequeño. Llegué a pelearme con mis primitos por la disputas que implicaba ver quién se quedaba con la rosquilla de chocolate. Nadie quería conformarse con las aburridas conchas y mantecadas que no tenían un agujero en el centro que permitiera asirlas con propiedad.

Si no las compré es porque desde hace tiempo me di cuenta de lo decepcionante que puede ser tenerlas guardadas. En las vitrinas se ven perfectas. Redondas, suaves y esponjosas. Parecen el punto culminante de la sociedad occidental en materia de repostería, porque además son baratas y fáciles de transportar. Lo terrible es que todo aquello es un espejismo. En las panaderías nadie te advierte que con el paso de las horas irán perdiendo consistencia en la cubierta. La culpa la tiene el plástico con la que las envuelven antes de meterlas a la bolsa de papel. En teoría lo hacen para que el chocolate no manche los otros panes que acaso tengan otros propósitos diferentes al de empalagar. Lo que no contemplan es que esta técnica arruina a la propia rosquilla que en menos de un día ve disminuida a su cubierta que acaba derretida para ya no volver jamás.

La única alternativa para disfrutarlas al 100% es consumirlas ahí mismo dentro del supermercado. Hacerlo lo más pronto posible, ya sea en el estacionamiento o mientras esperas que el cerillo acomode el veneno para ratas junto a tu queso panela. Si estás ilusionado con la idea de guardarlas para el otro día, temo decir que no hallarás otra cosa que una decepción, al abrir la bolsa verás cómo tu desayuno está aguado y con el chocolate pegado al pedazo de plástico que la recubre.

En algunos lugares lo saben, y han tomado la decisión de empacarlas en pequeñas cajas de plástico para beneficio de los clientes. Lo malo es que tienes que comprar seis para ser acreedor a ese derecho, algo no muy recomendable si lo que buscas es conservar la línea. De modo que si solo compras dos o tres, estás perdido.

Una alternativa que sugiero es la de implementar un sistema de bolsitas exclusivas para rosquillas. Cada que alguien compre una, las tiendas las meterán ahí, sin ningún papel, tela o plástico que pudiera poner en riesgo la capa superior que le da el toque maestro. A fin de cuentas es lo que merecen. Son de otra clase, son especiales. No da eso de mezclarlas con las vulgares chilindrinas o con los tristes bolillos.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De verdad: no lo entiendo

El mundo está lleno de gente rara. Lo he visto, hay quienes te hacen cara fea si osas pedirles prestado un lápiz. Por eso no suelo pedir favores. Prefiero arreglármelas yo mismo, o en dado caso, hundirme. Además cuando alguien hace algo por ti, la mayoría de las veces está esperando que tarde o temprano les devuelvas el gesto. No son actos desinteresados, lo ven como inversiones a corto, mediano o largo plazo. Si hoy les pides que te resuelvan una duda, lo más probable es que mañana te exijan las llaves de tu casa. Les pides un grano y ellos te piden una montaña.

Esto no debe derrumbarnos, no. Últimamente me he dado cuenta de que existen personas lindísimas por ahí. A veces uno no las distingue porque están desperdigadas en medio de toneladas de paja. Pero de que están, están. De hecho tienen una calidad humana que equilibra la balanza de la sociedad. Las calles estarán repletas de escorias: ladrones, estafadores, seres violentos. Son millones. Los habrás visto a diario. Pareciera que son suficientes para que uno deseara el fin de nuestra especie. Y luego, de pronto, encuentras a alguien, que por sí solo puede compensarlo. Los has de conocer, son aquellos que te arrancan una sonrisa, te salvan de una situación complicada o los que te prestan auxilio desinteresadamente.

No abundan, claro. Tal vez deban pasar semanas, meses o años para que encuentres a uno. Sin embargo, cuando lo hagas, sabrás de lo que hablo. Sentirás que recuperas la fe en quienes te rodean. Verás el cielo más claro, e incluso, te quitará lo amargado. Pensarás que no estamos perdidos después de todo. Que hay esperanza, y que las calamidades valieron la pena si ellas condujeron hasta el punto en el que ahora te encuentras.

Ya he dicho que he tenido un año pésimo. Hubo momentos en los que pensé que se trataba de una caída libre y que no habría nada ni nadie que pudiera detener el embrollo que me hundía. Después me di cuenta que tenía personas valiosas por ahí, que no todo era tan malo. Solo que no me daba cuenta, y entonces empecé a ser menos injusto y me volví alguien agradecido. Sin importar lo que pueda decir aquí, en mi escuela hay un puñado de compañeros que han sido terriblemente amables. Aquí aplica lo mismo: aunque sean pocos, compensan a esa gran cantidad que no vale la pena.

De cualquier forma, y por extraordinarios que sean, llego a comprenderlos. Conviven conmigo a diario, y tal vez por mera costumbre y generosidad se toman la molestia de actuar de manera cordial conmigo. Lo que de verdad no comprendo son a las personas que sin conocerme cara a cara (en vivo, pues), tienen gestos amabilísimos conmigo. Es en serio, es algo que escapa de mi comprensión. Y lo agradezco muchísimo. No son pocas las personas que conozco en internet que han terminado por convertirse en fundamentales en mi día a día. A algunos he tenido la fortuna de contactarlos fuera de la red, y son igual de maravillosos que cuando teclean. A otros todavía no, pero han sido tan buenos conmigo que los prefiero sin dudar a la mayoría de quienes me topo a diario por las calles. Son tan amigos como cualquiera de los que he tenido en el pasado y de los que podré tener en el futuro.

En este post relaté que, por una tragedia personal, no pude conseguir boleto para los conciertos de Morrissey en México. Lo estuve esperando por 5 años, y justo cuando salieron a la venta, ocurrió uno de esos sucesos que te levantan a las dos de la mañana. Pocas veces me he sentido tan solo como en aquella ocasión. Fue terrible. De nuevo supe que la vida es injusta y que sin importar cuanto intentes controlarla, siempre hay un detalle que está fuera de tus manos.

Por alguna razón, no perdí la esperanza. Confié en que un milagro sucedería. "I Know It's Happen Someday", decía la canción. Y ocurrió, aunque no fue propiamente un milagro, sino la enorme bondad de una chica que solo conozco por internet.

¿Qué hizo? Me ofreció su boleto para el concierto. Sin que yo se lo pidiera, sin que yo se lo insinuara. Sin tener la obligación. Sin que nadie se lo exigiera. Sin que las circunstancias la impulsaran. Cedió su boleto a un desafortunado fan al que conoce por twitter y su blog. Fue una actitud tan grande que al principio me resistí. Sin importar cuánto quisiera a Moz, era un demasiado, me sentía un poco culpable. Y ahí fue donde se creció: fue aún más gentil y me explico las razones por las que quería ayudarme. Fue entonces cuando todo esto que ahora cuento, se movió por mis huesos. Ella es una de esas personas que cambian el panorama, que tal vez sin darse cuenta, representan con su modo de comportarse, un punto de inflexión de una vida ajena.

Hoy el boleto llegó por correo. Cuando lo vi, comprendí que las horas que he invertido en este blog se justifican por haber llegado a toparme con espíritus tan nobles como el de ella. El tiempo que desperdicio en twitter, formspring y otras redes donde me machaco el cerebro dándoles prioridad a veces sobre la universidad, por fin adquirieron significado. Tarde o temprano las piezas se acomodan, y aquello que parece no tener sentido, lo cobra. Este tema lo tocó Steve Jobs en el famoso discurso en Stanford. Y es cierto, con el pasar de los años empiezas a identificar que los puntos que parecían no tener importancia, se volvieron definitivos para el lugar en el que te encuentras.

No sé, me pongo a pensar que ni no hubiera abierto un blog, ahora me estaría perdiendo de seres extraordinarios. Y tengan por seguro que ahora estaría mucho peor. Tarde o temprano, necesitas a alguien de tu lado.


Esto va por ti, @gatobarrigon. Muchas gracias.




jueves, 3 de noviembre de 2011

Es poco recomendable ser como yo



Soy especial y cerrado en cuanto a Facebook se refiere. Tengo una colección de docenas de solicitudes de amistad que jamás aceptaré. La mayoría de personas de la escuela, que nunca se han tomado la molestia de darme un buenos días y que, sin embargo, esperan que las acepté como si fuéramos hermanos del alma. Para mí ir en una misma clase no es razón suficiente como para iniciar una amistad virtual ni mucho menos. También he declinado las invitaciones de algunos familiares debido a que su presencia me resultaría incómoda. A otros los he aceptado por mero compromiso, por temor a que en la próxima reunión navideña me retiren la palabra y se nieguen a pasarme el plato de patatas.

En cambio, he aceptado a sujetos que no conozco en persona sin ningún problema. No a todos, claro, solo a unos cuantos, los que me resultan gratos, parecen confiables y han sido amables conmigo. Los prefiero sobre a muchos de los que veo cara a cara diariamente. De igual forma, tengo pocos amigos en Facebook, en especial si se me compara con las cuentas que sobrepasan los 500 contactos.

Que yo recuerde, solo le he enviado solicitud de amistad a cinco personas, quizás a cuatro. No me agrada la idea de darle a alguien la opción de rechazarme. Además, con una que otra excepción, no soy de los que están ansiosos de retomar contacto con amigos del pasado (de hecho me he negado a hacerlo, sin importar cuantas veces sigan intentándolo por medio de solicitudes), ya que la mayoría de esas relaciones fueron producto de las circunstancias, de nada más.

El caso es que el otro día celebré una actividad que implementé desde el año pasado: borrar a todos aquellos monitos que no me felicitaron en mi cumpleaños. La edición de 2010 fue épica, eliminé a cerca de 30 personas que representaron casi una tercera parte de mis amistades en ese entonces. Esta vez la purga no fue tan espectacular, tal vez por el precedente, en este ocasión solo se fueron 10 cabezas, que dudo regresen un día. Para quienes crean que la medida es excesiva, déjenme decirles que antes de decir chau a un perfil, verifico si ha tenido actividad durante ese día, si no es así, le doy una oportunidad; uno debe ser consciente de que si no usó su computadora, es lógico que no haya visto la notificación automática que aparece cuando uno de los tuyos está cumpliendo un año más de vida.

Total, que tengo tan pocas amistades ahí, que luego de restar 10 perfiles, quedé en un estado deplorable. Tampoco me gustaba la idea de tener apenas sesenta y tantos amigos, que luego uno puede aparentar ser un paria, cosa no muy aconsejable a la hora de formarse una imagen pública. Lamentablemente la gente se va con las apariencias, y en vez de verme como el sujeto exigente que soy, podrían pensar de manera errónea que soy uno esos muchachos que están a la espera de ser aceptados en los círculos sociales de sus semejantes.

Lo anterior, aunado a la depresión post-cumpleaños (el día siguiente es terrible, luego de ser el centro de halagos y atención, pasas a regresar a la triste realidad en la que nadie parece alegrarse de tu existencia), me hizo recordar a una chica que alguna vez encontré en Facebook por casualidad. No recuerdo cómo llegué a su perfil, tal vez buceando por ahí o por una etiqueta puesta en el lugar adecuado. El asunto es que cuando la vi, me sorprendió por el hecho de que era de mi misma ciudad, y, en especial, porque tenía gustos extrañamente parecidos a los míos. En el apartado de Arte y Ocio, había registro de que le gustaban Elvis Costello, Patti Smith, Serge Gainsbourg, The Cure y Morrissey, entre otros que son indispensables para mí y que pocos conocen y adoran en donde yo vivo. Las coincidencias musicales se complementaban con las literarias, cinematográficas, televisivas e incluso de videojuegos (!!!). Según esto era fan de Oscar Wilde, Hank, Ghost World, Pingu!, Back to the Future, Silent Hill y hasta Resident Evil. Me sorprendí, como les digo, porque era la primera persona de la que tenía noticia, que contara con debilidades similares a las mías en esta pequeña ciudad.

Cuando la vi, pensé en mandarle un mensaje. Desistí de hacerlo por considerarlo poco menos que una locura. Un mes después, no obstante, estaba frente a la computadora a las dos de la mañana del día posterior a mi cumpleaños (hace dos semanas), y con el peso de la vejez y melancolía propia del momento, además de una copas encima, me animé a hacerlo, pensando que todo lo anterior eran señales de que al menos debía intentarlo.

Por mensaje privado (vulgarmente conocido como "inbox") le escribí algo parecido a lo siguiente:

Bueno, esto sonará raro, pero buceando entre perfiles encontré el tuyo y acabé encantando al encontrar alguien, que en San Luis, gustaba de Moz y Bukowski, de Costello y Gainsbourg y que encima era aficionada a Silent Hill (!!!). No pensé que existiera alguien en esta decadente ciudad que gustara de eso que a mí tanto me encanta, así que nada, de eso va este triste mensaje. Me lo pensé mucho, y al final decidí mandarte un mensaje con saludos. Mira que hice un esfuerzo al ser increíblemente tímido; pero es que son Morrissey y The Cure... no podía resistirme. ¿Irás al concierto del primero? Nada, si me consideras un friki, no contestes un mensaje, pero si no, mándame una solicitud de amistad que con gusto aceptaré. Chau.

Lo releo y me da pena. En mi defensa diré que no estaba en mis cinco sentidos. De estarlo, no hubiera empleado una palabra tan patética como "friki". Seguramente le habré parecido un otaku cualquiera por usarla. Además ofendí al lugar donde ella vivía, y redacté como un tipo que tiene cosas que ocultar. En fin, debí escribirlo de otra forma, pero eso fue lo que me salió con la inercia de la noche.

Era una chica como de mi edad, y no tenía otra intención que la de conocer a alguien con quien tengo sensibles afinidades. Por desgracia nunca me contestó (dudo que lo haga ya), aunque eso no hizo más que comprobar que, en efecto, es parecidísima a mí: es igual de especial y cerrada que yo con eso de las amistades de facebook. Y por eso no nos conoceremos, por ser tan iguales. La historia de mi vida. Y esto me hace pensar que quizás debería cambiar, que acaso el ser tan evasivo, me hace perder de oportunidades importantes.