sábado, 30 de junio de 2012

Habla Néstor Almeida sobre su retiro de la escritura

Un alumno me preguntó una vez qué era necesario para convertirse en un escritor. Yo le dije que para esa pregunta habían muchas respuestas. Así como las personas tienen huellas dactilares distintivas, los escritores tienen costumbres y hábitos específicos con los que conviene no meterse. Le dije que lo sentía, que no tenía ninguna respuesta concreta. Escribe si es lo que te place y ya irás abriendo el camino, le dije. En todo caso hay que lanzar advertencias. El oficio es difícil. Se necesitan varios kilos de agallas para salir vivo. La historia de la literatura está llena de fracasos. Ni siquiera el talento garantiza nada. Varios de los mejores escritores que ha dado la tierra murieron sin ser reconocidos, algunos de ellos teniendo complicaciones para conseguir alimentos para desayunar. Le hablé entonces de mi trayectoria personal. Lo mío fue un solo golpe de suerte que dejó una serie de ondas  flotando por ahí. La fortuna no me volvería a sonreír, pero con eso tenía ya un comienzo. Son pocos los que llegan a tener una oportunidad similar: conozco a colegas que se arrastran por las calles en busca de, ya no digamos un golpe, una palmada de suerte.

Y aun así no fue suficiente. Nunca lo es. La vida, una hoja oscilante. Llené los recuerdos con frustraciones. Una trayectoria que no le recomendaría a nadie. Todavía recuerdo cuando los de la editorial se negaron a ayudarme con el libro de los cien finales. Era algo, escúchame bien, que jamás se había visto en la historia. Tenía esa novela, tú sabes, la de los emisarios agrícolas. Veinte capítulos, doscientas cuarenta páginas. Iba bien pero luego no supe cómo cerrar la historia. Me quedé atascado en el punto donde el dueño  de la  hacienda descubre a una mujer durmiendo en su granero. Se me ocurrían muchas cosas qué hacer con ella. Las escribí todas en mi libreta. Saqué 100 versiones finales. Ninguna se acomodaba del todo a la idea inicial que tenía, acontecimiento normal de cualquiera de mis trabajos. Un colega me recomendó prescindir del personaje para encaminar mejor el cauce. Por alguna razón supe que no podía. Cuesta mucho deshacerte de lo que has escrito, o al menos así me pasa mí; conozco a quienes pueden romper o quemar cuartillas enteras. Yo no, pongo toda la dedicación posible al oficio, así que no es fácil que de pronto me ponga a derrumbar lo que me costó tres desvelos. Lo siento. Decidí hablar con mi editor acerca de la posibilidad de incluir todos los finales en el libro:

—¿Ponerlos todos en la última parte, dices? Vaya, sería bastante raro, no sé si sea posible.
—No, lo que quiero es lanzar varias ediciones de la novela. Cada una con un final diferente. Serían alrededor de cien, todas como el mismo título y con la misma portada. Sin etiquetas que lo aclararan. Si es posible que nadie se entere. Quiero causar confusión entre los lectores. Que los críticos se vean ridículos publicando textos contradictorios entre sí. Deseo que el cierre dependa del azar.
—Tú estás vuelto loco. Obviamente los de la editorial no lo van a aprobar.

Desde ese día, y luego de varias insistencias que llegaron a ruegos, dejé de entusiasmarme con el proyecto. No quise seguir escribiendo para que otros se enriquecieran ni quise seguir escribiendo buscando el gozo del lector. ¿Para qué? ¿Por qué querría hacer yo feliz a alguien? No los conozco, no son mis amigos. Cuando es mi cumpleaños ninguno de ellos viene a dejarme un regalo. Es una insensatez pasar horas frente a un ordenador para complacerlos.

Antes de decirle adiós a mi alumno, saqué mi libreta y le leí el comienzo de mi primera novela:

Todo fue por Diana. La invité a comer. Yo estaba preocupado porque mi carrera no iba a ningún lado y no sabía a dónde podrían ir el resto de mis días.

Ahí debí dejarlo muchacho. Te voy a dar un consejo: no seguir.


Culpa y preocupación

Culpa y preocupación, los dos estados o sentimientos que siempre están en mi cabeza.

Me preocupo. Tengo muchas razones para preocuparme. Me preocupan algunas personas.

Tengo una sensación de culpa. Aunque no sea culpable. Aunque nada pueda hacer.

Culpa y preocupación de la mano. Por motivos que debería ignorar como hacen otros.

Si no puedo voltear hacia otro lado es porque me importa. Las personas me importan. Las personas que quiero.

Culpa y preocupación, por los orígenes y por no tener modo de resolverlo.


sábado, 23 de junio de 2012

Ataque de tos


El incómodo momento en el que te da un ataque de tos. Pasa más o menos así: de tu boca sale un cof, cof, una, dos, tres... siete veces y al octavo tosido la pena puede más que el dolor y te resistes a llegar al noveno cof, cof por temor a preocupar a los demás que quizás puedan pensar que estás muriendo así que te aguantas a pesar de que necesites toser. Tu garganta sigue raspando, más que hace unos segundos, sin que tu valentía le importe un centavo.  En el fondo sabes que tu esfuerzo no sirve de nada porque quienes te rodean ya han notado que lo único que haces es aguantar ridículamente por orgullo o vete a saber por qué y que en cualquier momento dejarás de hacerlo con la cola entre las patas. Y no lo haces porque eres un idiota.

martes, 19 de junio de 2012

Llamadas telefónicas


Me cuenta un familiar que en los últimos días ha estado recibiendo llamadas telefónicas que lo dejan con la duda. Van varias veces ya: contesta y del otro lado de la línea no se escucha nada, solo un pequeño zumbido que le permita saber que es el mismo número el que ha marcado una y otra vez durante la última semana.

—Si al menos soltara algún insulto —me dijo— podría tolerarlo, lo que me saca de mis casillas es no escuchar ninguna voz. Hace dos años tuve un problema similar. Recibía llamadas de una mujer que decía conocerme de la secundaria. Martha, se llamaba, según ella. Recuerdo vagamente a alguien con ese nombre en la escuela pero hasta ahí, creo que era una niña flaquita que no hablaba casi con nadie. No éramos amigos, ni mucho menos, alguna vez llegué a pedirle prestado un lápiz y hasta ahí. Pues bien, la mujer llamaba a mi número para que platicáramos. De verdad, yo no sabía qué decirle, era ridículo. Ella hable y hable y yo haciendo todo lo posible por interrumpirla y decirle adiós. Ni siquiera supe cómo obtuvo mi número, cuando se lo pregunté me dijo que lo había obtenido por ahí. No descarto que lo haya buscado en el directorio. Hay gente obsesiva, gente a la que olvidas pese que para ellos sigas muy presente. La aguanté por unos días. Si lo hice fue debido a su condición de mujer, de haber sido un hombre me habría puesto peor, desconectando el teléfono o cambiando de número. La mujer era bastante curiosa, tenía una vocecita que no sabría calificar de enternecedora o siniestra. Una noche le dije que dejara de llamar, que era un hombre ocupado que no tenía tiempo para conversar por teléfono. Para evitar un drama e impulsado por el remordimiento, le dije que si quería un día podíamos tomar un café, pero que las llamadas se habían acabado. Me arrepentí en cuanto lo dije. Por fortuna no aceptó la oferta. Recuperé el color en el rostro. Me dijo que no podía. No me puedo salir, me dijo. No le insistí, desde luego, aunque del otro lado escuché cómo su respiración se agitaba, posiblemente síntoma de llanto. Luego mencionó algo que no entendí. Lo último que pude escuchar fue que una puerta se cerraba, después la línea se cortó. No volvió a marcar. Pienso que la persona detrás de las llamadas de los últimos días podría ser ella. Cómo asegurarlo, los identificadores de llamadas son una ridiculez.


Con su historia en mente empecé a armar una recopilatorio de canciones que tuvieran como tema central las llamadas telefónicas, un tema apasionante en donde los haya, pese a que, como algunos ya sabrán, odio hablar por teléfono. Debe ser por el misterio que hay del otro lado, el no poder mirar a los ojos y el no saber si quien te habla es realmente quien dice ser.

No me extiendo y dejo con ustedes el playlist/mix/recopilación. Si lo escucharon, háganmelo saber por favor.


lunes, 18 de junio de 2012

La hormiga fantasma


En una noche, hace varios años, maté a una hormiga.

Estaba yo dispuesto a dormir. Apagué la luz del cuarto y entré a la cama. Ya acostado, me cubrí con una manta. Después de cerrar los ojos empecé a pensar en varios asuntos. Vamos, la rutina de siempre: desvariar hasta que, sin darme cuenta, ya esté dentro de un sueño.

Eso intentaba al menos, porque para mí quedar dormido requiere un gran esfuerzo. Lo usual es que tarde media hora o más en lograrlo.

Aquella noche, cuando estaba a punto de lograr la hazaña, sentí que algo recorría mi brazo. No quise abrir los ojos. La meta del sueño estaba cerca y cualquier actividad física podría echarlo abajo. Aguardé unos segundos con la esperanza de que se sensación desapareciera. No fue así. Tuve ganas enormes de rascarme.

Llevé mi mano hacia el brazo. Sentí  a un ser pequeñito. Sin querer ya lo había aplastado. Prendí la luz y miré lo que tenía en uno de los dedos. Era una una hormiga negra del doble de tamaño que un grano de azúcar.

El cansancio impidió que le diera la importancia merecida. Regresé a la cama y dormí.

Al otro día amanecí con remordimiento. Pobre hormiga. Estaba perdida en mi brazo y yo la había matado. Tal vez en medio de la desesperación que le provocaba estar lejos de casa, subió a mi cuerpo en busca de ayuda. Luego de escalar hasta la punta de mis pies, su plan consistía en llegar a la frontera norte, donde encontraría a mis oídos desde donde podría susurrar:

Ayúdame a regresar a casa, amigo.

Yo, sin llegar a considerarlo por culpa del cansancio, la aplasté. Soy un mal hombre. Debí morir en un accidente automovilístico.

Lo que no sabía es que a partir de ese día pagaría las consecuencias.

Por la noche volví a la cama para dormir. El ritual fue el mismo: cerrar los ojos, pensar en temas cotidianos y esperar hasta perder la conciencia. Cuando el objetivo estaba cerca, volví a sentir un hormigueo en el brazo. Es un familiar de la hormiga de anoche, pensé, viene a vengar la muerte de su hermano. Me puse de pie y corrí a prender la luz. Miré hacia el punto exacto de donde venía la sensación pero no encontré nada.

Culpé a la sugestión. El asesinato de insectos pesa sobre los espíritus limpios. Que las hadas que ahora me miran sepan perdonar, no lo vuelvo a hacer.

La preocupación aumentó al otro día cuando de nuevo la sensación se hizo presente. También en la noche siguiente y la que vino inmediatamente después. Así ha sido, de hecho, diariamente desde entonces.

Todavía en los primeros meses tuve la esperanza de que se tratara de un problema cardíaco. Lo descarté luego de una visita al médico y de comprobar que la sensación en el brazo era más bien minúscula, idéntica  a la que tuve cuando la difunta hormiga tuvo a bien recorrer mis extremidades.

Le comenté lo que pasaba a una amiga. Me dijo que visitara a su tío el entomólogo. 

Fui a su casa para hacerle una consulta rápida. La plática apenas y duró quince minutos. Sirvió para que desahogara las penas, aparte de mi amiga no le había contado sobre la hormiga a nadie más.

No te preocupes, me dijo su tío, lo que te pasa es bastante común, estás siendo importunado por el fantasma de una hormiga. 

No puede ser, le dije, soy una buena persona, esto no me puede estar pasando. Hay hormigas vengativas,  me dijo, no hay nada que puedas hacer. 

Su declaración no me echó para atrás, le pregunté si no había una forma de remediarlo, lo que fuera. Lo que me ocurría no era la gran tragedia (nada que me doliera o quemara la piel), pero se volvía bastante molesto, en especial porque se convertía en una rutina.

Me respondió que no, que tendría acostumbrarme. 

De pequeño —me dijo— maté a una colonia de hormigas. Vi el agujero por el que se metían y fui por una manguera. Las ahogué a todas. Ni una sola quedó viva. Desde ese día, cada que paso por un jardín, siento un hormigueo en todo mi pecho. Eso es molesto, jovencito, un solo insecto como el que te ataca no es nada. De suerte que de las miles de hormigas solo una centena son vengativas, de otro modo no podría vivir, ¿te imaginas a todos esos fantasmitas recorriendo tu cuerpo? Durante años estuve buscando una cura para mi mal. Lo intenté de todo, fui a médicos especialistas, utilicé varios productos milagro y hasta consulté a un espiritista. De nada sirvió. El espiritista intentó contactar con la colonia de hormigas pero su representante se negó a entablar negociaciones, al parecer soy considerado como un especie de anticristo para ellos. Ni hablar, he tenido que aprender a vivir así, sin salir mucho por el peligro de encontrarme por ahí un jardín. Estudié Entomología para ver si en medio de tantos libros encontraba una respuesta, algún antecedente donde un problema como el mío se hubiera superado. Nada, no encontré nada. Todos los que hemos matado a una hormiga estamos condenados. Lo único que podemos hacer es divulgar la palabra entre los jóvenes para que nadie cometa nuestro error y se vea obligado a vivir con un castigo que no se le desea a nadie.

Salí del lugar pensando en cómo nuestros errores se vuelven piedras que nos impiden dormir. En un principio cuesta darse cuenta. El peso de una piedrita apenas y se nota. Los primeros cien errores nos dan más o menos lo mismo. Lo difícil llega cuando eres adolescente, cuando ya llevas más doscientos. Cada vez se complica más lo de conciliar el sueño. Un día eres adulto y las presiones son altísimas. Tus hijos se preguntan por qué tienes esas ojeras y les dices que es por el trabajo. Lo que no saben es que tienes a unas dos mil hormigas recorriendo tu cuerpo, sin contar a las piedras que hay bajo tu espalda y el monstruo que vigila que no intentes escapar.

domingo, 10 de junio de 2012

Como un cerdo en la ciudad



Noté que su comportamiento había cambiado en los últimos días. No tuve otra opción además de preocuparme. Hace un año lo que ocurría entre nosotros era pura alegría, pero lo de ahora era una horrible parodia. Así pasa. En las relaciones humanas lo que parece eterno tiene una duración aproximada de año y medio. O apenas de unas horas, dependiendo del caso. 

Lo conocí por una compañera en común y ella ya me había advertido que lo dejara solo como un amigo. Laura, Ramón está genial para entablar una amistad, ya lo verás. Pero ni se te ocurra pensar algo más porque es un chico muy extraño. Lo digo en serio.

No le di mucha importancia a sus palabras porque suele ser una exagerada de primera, y lo que en verdad tomaba en cuenta era lo mucho que él me gustaba. Era un hombre atractivo, nunca lo he negado, más para una mujer como yo, que ve ya de cerca los cuarenta años. Ese periodo en el que uno busca con desesperación al amor de su vida y que, uno se empieza a resignar, puede ser cualquiera. Lo que menos me importaba era su forma de ser o la calidad de nuestras conversaciones; a nuestras primeras citas las vi como un pretexto, lo central era que el vínculo se hiciera fuerte para que, luego de un año o dos, pudiéramos pensar en casarnos. Los hombres son plantitas a las que hay que regar y cuidar para ver si un día crecen y lanzan frutos con forma de collares y automóviles.

Con él iba de maravilla. Pronto nos hicimos novios y después de ocho meses era habitual que saliéramos a cenar. No era raro que yo durmiera en su casa o él en la mía. Era lo que se podría considerar una relación seria. Basta decir que en su habitación ya tenía yo un cajón propio, prueba que da fe de la familiaridad con la que nos tratábamos. Nuestras respectivas mascotas también pueden dar cuenta de ello. Mi perro y su perra dejaron de recibirnos con ladridos cada que llegábamos a las casas contrarias, e incluso nos recibían con saltos, lengüetazos y toda clase de fanfarrias.

Él no conoce a mi familia. Lo lamento, creo que se caerían bien y eso podría lograr que nuestra relación subiera de nivel, pero ni hablar: ya se sabe que las distancias geográficas pueden mucho más. Yo en cambio sí que conozco a su familia, bueno, solo a su madre. Su padre murió hace nueve años y es hijo único.

Todavía recuerdo el día en que nos reunimos. Fue en su casa. Su madre tiene como sesenta años aunque aparenta fácilmente unos diez más. Ella se ofreció a preparar la cena. Antes de ir tomé un baño y me puse un vestido bastante discreto, acorde a la ocasión. Llegué puntual a la cita (en realidad llegué cinco minutos antes, así que le di una vuelta a la cuadra para llegar con exactitud a la hora acordada) y fui recibida de manera calurosa por la señora. Ramón, en cambio, se portó bastante frío aquella noche. De cierto modo, a partir de ahí, nunca dejó de serlo. Al principio nos presentó. Laura, ella es mi madre, se llama Josefina. Mamá, ella es Laura, de quien te conté. Nos dimos la mano a manera de saludo. Me da mucho gusto conocerla, dijo ella. Y nos dispusimos a tomar asiento.

La cena fue un asco. Cualquiera esperaría algo más de una anciana. Se supone que todas son unas expertas en la cocina.

Estuve ahí alrededor de hora y media. Hablamos poco. Yo era la invitada y, sin embargo, parecía la anfitriona. Tuve que esforzarme por encontrar temas de conversación: qué calor ha hecho últimamente, la vajilla está muy bonita, mis padres viven en Aguascalientes. A pesar de mi esfuerzo, no pude lograr que la plática fluyera. No tardé en rendirme, ellos parecían menos interesados que yo, así que al poco rato opté renuncié por completo.

Los últimos minutos fueron, básicamente, de la siguiente manera: mirábamos nuestro plato e intercalábamos carraspeos sin proseguir a decir nada. Frente a nosotros teníamos varios platos llenos de comida (carne, puré, ensalada, unos huevos tibios y calabazas cocidas) a los que nadie recurrió en busca de una segunda ración. De cierto modo, o eso me parecía, los tres teníamos en mente que servirse más comida implicaría  —aparte de tener que aguantar un sabor espantoso—prolongar la agonía por unos minutos que, dadas las circunstancias, podrían sentirse como horas. No valía la pena arriesgarse por intentar ser cortés.

Al poco rato me fui. Aún llegué a considerar que podría quedarme a dormir ahí, pero disimuladamente Ramón me dijo que esa noche su madre se quedaría en casa.

No lo lamenté demasiado. Cuando llegué a mi casa di un fuerte respiro y adoré el silencio justificado que reinaba en la sala. Tomé un baño y luego me recosté en la cama hasta quedar dormida.

Al día siguiente no recibí ninguna llamada. Lo resentí porque su costumbre era marcarme al celular cuando pasábamos más de ocho horas sin vernos. Al otro día tampoco hubo nada, de modo que me preocupé, aunque decidí no marcarle por una cuestión de orgullo. Al tercer día tampoco nos vimos y desde luego tampoco llamó.

Al cuarto día ocurrió algo un tanto extraño.

Llegué cansada del trabajo, apenas me puse ropa cómoda y me tiré en el sillón más largo de la sala. Cerré los ojos y no tardé en conciliar el sueño. Pudo ser una buena siesta, de no ser porque, de pronto, sonó el timbre. Me levanté. Pensé que había dormido poco porque me dolía la cabeza, pero miré el reloj y noté que había pasado tres horas desde mi llegada. Antes de abrir revisé quién era. A través de la mirilla vi que era Ramón. Me extrañó porque él tiene llave de la puerta. Le dije que pasara y lo único que hizo fue darme una palmada en la espalda. Con algo de vergüenza tuve que dejar la ridícula posición que había tomado para darle un beso. Me dijo que venía a recoger algunas cosas. Entró a mi cuarto y salió de ahí después de diez segundos. Me pareció que no llevaba nada consigo e inmediatamente abandonó el lugar, no sin antes darme un pequeño cariño cerca de la nuca. Cuando pasó a mi lado noté que tenía un rasguño profundo en la mejilla derecha, casi llegando al ojo. Tenía pinta de haber sido causado por un felino.

De no ser porque aún estaba adormilada, quizá habría reaccionado de otra forma. Al final lo único que hice fue dirigirme a mi cama y dormir profundamente hasta la mañana siguiente.

Desperté tarde, era sábado y tardé un poco en levantarme de la cama. Después de un rato de haber abierto los ojos, me puse de pie y me fui a ver al espejo. Noté que mis ojeras estaban más marcadas de lo normal, y también me di cuenta de lo mucho que a veces dependo del maquillaje. Ahí mismo, en el espejo, alcancé a ver algo que había a mis espaldas, sobre la cama. Era una hoja de papel. Me di la vuelta, me acerqué a ella y la tomé. Estaba un poco arrugada, me había dormido sobre ella sin darme cuenta. La carta, escrita a máquina por ambos lados, decía lo siguiente.

Laura:  
Quiero contarte sobre una idea a la que le estuve dando vueltas en las últimas semanas. Primero quiero aclararte que lo he pensando lo suficiente como para estar completamente seguro y que no hay forma en la que puedas hacerme cambiar de parecer. La decisión está tomada, por lo que te recomiendo que ni siquiera intentes desgastarte soltando palabras de convencimiento. 
Laura, querida Laura: he decidido convertirme en un gordo.  
Sé que suena a broma pero no lo es, se trata de un asunto muy serio. A partir de mañana iniciaré un proceso de alimentación con el que espero aumentar al menos 40 kilos. No será fácil, desde luego. Pero creo que puedo hacerlo, veo aquí un reto personal para el que no me he tomado la molestia de pedir asesoría. Lo único que haré será comer como cerdo. Como un cerdo en la ciudad.  
Comeré muchas hamburguesas, pasteles y chocolates. No escatimaré en raciones de pan ni negaré la oportunidad a cualquier clase de caloría o carbohidrato que se atreviese en mi camino. Ya sabes que yo siempre he sido delgado y ya va siendo hora de dar el gran salto. Quiero ser un gordo considerable. No alguien con un simple problema de sobrepeso, quiero ser un gordo de verdad, uno que parezca tener un problema de nacimiento irreversible. 
Si piensas que es un disparate, créeme: no lo es. Tengo razones de sobra. Quiero que sepas, y espero ya lo hayas notado, que ya no te amo. Sé que el sentimiento (o la falta de) es mutuo, por lo que no temo herir tus sentimientos (si acaso tu vanidad), de cualquier manera quiero dejarlo en claro para evitar confusiones. Hace semanas, quizás meses, que nuestra relación perdió emoción y pasión. Cada noche a tu lado se volvió un fastidio del que solo quería salir y confieso que muchas veces prefería ir al trabajo que tener que desayunar a tu lado.  
Me aburres y no hay nada que podamos hacer. No te aguanto. No quiero volverte a ver. De una vez te aviso que esta carta también es una despedida, en los próximos días un compañero de la oficina pasará a recoger los pocos enseres que he dejado en tu hogar. Por lo tuyo no te preocupes, él mismo llevará una caja donde he depositado todo lo que has dejado en el mío 
Es mejor así. Nos ahorraremos dramas. No quiero que me vuelvas a ver, al menos ahora que sigo siendo delgado. Menciono esto porque tú eres una de las motivaciones que me han impulsado a buscar la gordura.  
Mira, durante años me he rodeado de relaciones forzadas que no me conducen a ningún lado. Nunca he sentido lo que, al parecer, el resto de los humanos siente. No me he enamorado de ti tal como no he logrado enamorarme de nadie. Lo he intentado, lo juro. He hecho lo que hacen los otros. Dar besos, invitar a cenas y llevar a la cama, pero nada funciona, para mí no tiene importancia y solo lo he hecho para satisfacer protocolos sociales que, a partir de ahora, dejaré atrás. No es problema tuyo, como puedes ver, es un asunto personal del que prefiero librarte. Es inútil seguirlo intentando. Lo nuestro me importaba menos que el sabor del fuego.  
Lo que sí sé es que en mí se mantiene un vacío que solo la comida puede llenar. Lo he notado. Cuando comíamos,  lo que en verdad me apasionaba eran los platillos. ¡De verdad era feliz con ellos! Lo único que lamentaba era que eventualmente se terminaran. Y lo que me quedaba eras tú con tu cuerpo que al parecer todos deseaban, excepto yo.  Si evitaba pedir un segundo plato era porque me parecía ridículo, y porque ello implicaba (como el día en que cenamos con mi madre) que tendría que pasar más tiempo contigo. Optaba entonces por esperar a estar solo para comer una inmensidad de dulces que me ponían más contento que a un niño. 
Quiero dejar la culpa, dedicarme a comer sin ninguna clase de remordimiento. A falta de amor he decidido abalanzarme sobre las fritangas y las gorditas de chicharrón. Nada más parece quererme y nada más parezco querer.  
Era eso lo que quería decirte. Mi objetivo es ser un gordo inmenso y tú eres un estorbo para mis planes. Espero lo sepas entender. No te guardo rencor. El que tú me pudieras tener desparecerá en unos meses cuando veas mis lonjas o lo abultado de mi papada. Te aseguro que no nos volveremos a acercar.  
Sinceramente  
Ramón.
***

Me quedé helada. Confieso que en algunas partes tenía razón. No se podía decir que yo estuviera enamorada, pero sí estaba dispuesta a casarme con él sin ningún problema. Cualquiera en mis circunstancias lo haría.

Han pasado tres semanas desde entonces. No sé qué hacer. Quiero conocer a otros hombres, el tiempo se me agota. ¿Por cuánto tiempo seguiré siendo atractiva?

El viernes pasado fui a un bar que queda cerca del trabajo. Noté poco movimiento para la hora que era, bebí cuatro copas sentada en la barra, resignada a que nadie me invitara un trago. Al poco rato entró un sujeto con aspecto de camionero. Llevaba gorra e incluso una barba. Era gordo. Cien kilogramos, por lo menos. Gracias a él supe que el acné no era exclusivo de los adolescentes. Entonces recordé a Ramón. Las palabras de su carta llegaron a mi mente y las dejé ahí. Lo hice deseando, dentro de mi corazón, que el gordo se sentara junto a mí.

viernes, 8 de junio de 2012

Es malo estar solo

Hace unos meses, en medio de una mala racha, escribí un cuento para la revista Euritmia. Generalmente rechazo cualquier tipo de invitación, más en aquellos días en las que, francamente, no quería hacer nada. Sin embargo, la persona que me había invitado a participar en el proyecto me caía bastante bien  (lo suficiente para que siga siendo así, sin importar las amarguras que cargo) y no pude negarme. Hay veces que no puedes hacerlo, así que, con mucho esfuerzo, me dediqué a teclear algo que más o menos tuviera sentido y al final lo logré. Al principio me agobió que fuera tan corto, temía que el resto de los textos enviados fueran tres veces más amplios que el mío y que pareciera que yo no había puesto demasiada dedicación e ideas. Al final hice el ridículo porque el cuento acabó siendo el triple de largo que cualquier otro llevándome a acaparar buena parte del contenido. En fin, el número de palabras no tiene mucha importancia, de lo que se trata es de expresar lo que quieres de manera eficiente así sea con una línea o un mamotreto que compita con la altura de una vivienda con tres recámaras.

Ayer me acordé de él y decidí echarle un vistazo. También se me ocurrió ponerlo en este blog para dejar constancia y para que no se pierda en dado caso de que a los editores de Euritmia decidan quemar las hectáreas que poseen de internet. 

Le hice algunas modificaciones (título incluido) y corregí algunos errores. No descarto que a la hora de hacerlo haya provocado otros tantos. Revisar minuciosamente lo que pongo en este blog —y en los trabajos de la escuela— me da tanta flojera que prefiero arriesgarme a parecer imperfecto ante un público que ya tiene ciertas sospechas de antemano.

El cuento se llama "Es malo estar solo", lo dejo para que le acompañen.

***


Es malo estar solo

El niño se acercó para decírmelo. —La rueda tiene pintura blanca, —dijo. Sonreí y continué.

 La bicicleta fue un regalo hecho por mi padre en la Navidad de hace años. Luego de aquel día, noté cambios drásticos en mi vida. Le dije a mi madre que ya no era necesario que me llevara a la escuela. Empecé a transportarme con facilidad por las calles. Hacía las compras, los pagos y encargos varios. Era agradable. Aprendí a manejarla sin complicaciones. Un compañero de la escuela me pidió que le enseñara a montarla. Los hice con recelo. Mucho no me gustaba la idea. El asiento era mío y de nadie más. La idea de tener a un sujeto sobre él, por mejor que me cayera, le restaba puntos a nuestro vínculo.

 Le estuve dando lecciones durante varios días. Tardó en aprender. No es que yo fuera un mal guía, sino que él apenas y parecía ponerme atención. Era un muchacho que vivía a una cuadra de mi casa. Cuando notó lo irritado que me tenía la situación, le pidió a su padre que le comprara una exactamente igual. El mismo modelo. Incluso del mismo color. Pude tomármelo a mal, pero no lo hice porque, a pesar de todo, el chico me era simpático. Tenía una hermana llamada Susy, que me gustaba. Eran conocidos por ser los ricos en la colonia. Además de una camioneta enorme, tenían un auto deportivo que jamás salía de la cochera. En los recreos circulaban historias sobre sus días de vacaciones. Eran los únicos que visitaban otras ciudades. Iban a la playa, según contaban después. Todos parecían aborrecerlos. Yo no, desde luego, al menos por Susy. Era hermosa; dos o tres años mayor que los de mi salón. A veces, con suerte, podía verla en los recreos. Generalmente estaba sentada a solas fumando un cigarro. Ningún maestro se daba cuenta. A veces se ponía cerca de la zona de los baños. Varias veces fingí tener ganas de orinar para poder aproximarme. La quería ver de cerca. Quería olerla. Decirle algo. Lo que fuera.

 Solía llevar la falda por encima de las rodillas y la blusa desfajada. Era de esas personas que solo miran al suelo, detalle que no dudaba en aprovechar para lanzarle miradas rápidas. Luego volteaba a otro lado. No quería que me descubriera. Le tenía un poco de miedo. La gente que fuma lo hace. Son capaces de todo. De modo que entraba al baño de la escuela sin necesitarlo. Era mi pretexto. Lo único que hacía era lavarme las manos y luego contaba hasta treinta. Entonces volvía a salir. Le echaba un segundo vistazo para alejarme de inmediato. El instante en que alcanzaba a ver sus mejillas o parte de sus hombros justificaba las maniobras ridículas que hacía.

Como en realidad no orinaba durante los recreos, durante las clases la vejiga tenía el detalle de amenazar con reventar.

 Una vez estábamos en una clase de biología cuando no pude aguantar más. Abandoné el salón sin pedir permiso. Nadie vino detrás de mí. Corrí con fuerza. Pasé los salones en los que estuve antes y el patio en el que nunca jugué. Con el conserje a lo lejos. Bajé la marcha en los últimos metros. Me detuve al ver que Susy estaba sentada, de nuevo, cerca de los baños. Fumando y mirando hacia abajo. Ahora la acompañaba un tipo moreno con el cabello hasta los hombros. Empecé a caminar lento. No quería que notara de mi presencia. Me parecía humillante. Quería que pensara en mí como un superhombre que no tenía necesidades fisiológicas. Si me veía, tal vez pensara que no tenía el valor suficiente para renegar a la vejiga. Era un simple niño que cedía ante los impulsos de la naturaleza. Ella era mucho más. Por eso estaba con aquel grandulón tan diferente a mí. 

En eso estaba cuando me habló.
—Tú eres el amigo de Pablo —dijo.
—Sí —respondí.
—Veo que te mantienes en forma.
—Gracias.
—A nosotros también nos gusta hacer ejercicio. Lo hacemos a diario. Mi madre nos compra ropa deportiva una vez al mes. Tengo pantalones cortos, pants, sudaderas, toallas, calcetas… Pablo adora el futbol, ¿has jugado alguna vez con él? Practica en nuestro jardín. Patea el balón contra la pared. Cientos de veces. Me preocupa. Pasa horas así. Come y cena rápido. Devora el plato entero en cuestión de minutos. Tiene prisa por volver a lo suyo: jugar futbol. Excepto por esta semana. Cuando vuelve de estar contigo, llega y se pone a dibujar en la sala. Parece cansado. Sube temprano para dormir en su habitación.
—Me alegro.

Susy tenía algo que intimidaba. Hubiera querido decir una frase que la impresionara. No pude. Estuve a punto de llorar. La primera impresión es crucial, y yo la arruinaba de fea forma. En mi defensa debo decir que aquello me tomó por sorpresa. Nunca la había visto hablar. Así que verla ahí haciéndolo como si no hubiera mañana tuvo un aire de rareza

—¿Qué es lo que hacen juntos? Ahora lo veo relajado. Antes parecía tener llamas en los ojos. Siendo alguien pequeño era impresionante. Incluso desde antes ha tenido una mirada adulta. Me alegra que se junte contigo. He visto cuando tocas el timbre. El otro día te escuché platicar con mamá. No deberías ponerte nervioso. Tartamudear al pedir un vaso de agua opaca cualquier virtud. Y tú debes tener una por lo menos, así que no la arruines.
—Lo siento. Así hablo.
—Hay un viejo poema que dice: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Debes saber lo que significa, ¿no es así? ¿Sabes lo que significa? Escúchame bien: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Dime qué te parece. Dime. Anda. Cuando salen a practicar deben ver muchas piedras. En este jardín no hay ninguna. He buscado, te lo juro. Han desaparecido. Ayer creí ver una, pero cuando la apreté desapareció entre mis dedos. Tal vez deba traer algunas de casa. Tenemos bastantes. Si te hacen falta puedo regalarte unas cuantas.

 El tipo moreno le dijo algo al oído y ella sonrío.

—Oye, niño… ¿fumas? ¿No? Pues deberías. Creo que lo necesitas. Puede ayudarte a conocer otras personas. Es malo estar solo. Lo sé. Aunque pueda llegar a gustarme. Fumar también está mal. Eso dicen. Pero me gusta. Y por eso lo hago. Cuando menos pruébalo. Partamos de que es malo, ahora lo que necesitamos saber es si te gusta o no. Si es así, qué más da que sea malo. Yo te puedo dar cigarros cada que quieras. Prueba uno.
—No, gracias. Tengo que regresar a clases. El humo me marea.
 —Como digas. A mí el primer cigarro no me gustó. Las primeras experiencias son malas. Debes acostumbrarte. Si el comienzo falla, vuelve a intentarlo. Una primera mala experiencia no debe comprometer el porvenir del placer. Ahí tienes al vino: un gusto adquirido. Nacemos sin saber lo que deseamos. Es cuestión irlo descubriendo. Una vez que adquirimos esa noción, queda rendirse al exceso. El acelerador se puede pisar hasta el fondo. Grábatelo. Nadie detiene al que no se rinde.

Entré al baño. No oriné. Me lavé las manos. Conté hasta veinte y salí. Ella permanecía ahí, el otro le pasaba el cigarro. Regresé al salón. La siguiente vez que visité a Pablo fue diferente. No me abrió su madre. Fue Susy quien lo hizo. Llevaba un vestido de puntos que le llegaba hasta los tobillos y zapatos tenis. Me dijo que pasara. Tomé asiento en uno de los sillones de la sala. Esperé a que Pablo bajara. Susy tomó asiento enfrente. No abrió la boca. Yo tampoco. Algo me detuvo. Y casi en automático me estaba arrepintiendo. Pablo bajó.

 —Mi hermana nos va a acompañar.

Cerré los ojos por un segundo. Era el luto del día tranquilo. Quise estar en un sitio diferente. A kilómetros del fastidio, la vergüenza, el temor. Yo no quería dar lecciones a nadie. Menos con una chica intimidante a un lado. Tomé ese camino sin darme cuenta. Lo que yo quería era estar en mi cama, consiguiendo dormir. Con los ojos cerrados podía sentirme otro. A ella la deseaba de la misma forma en que buscaba tenerla lejos. No tenía la menor oportunidad, así que lo que menos quería era recordarlo a su lado. De cualquier forma sonreí. Dije: sí, claro. Vamos. Los dos en nuestras bicicletas y Susy caminando. Así fue el camino al parque: nosotros avanzando a vuelta de rueda para no dejarla atrás. Durante el trayecto se detuvo cuatro veces para amarrarse las agujetas. Hacerlo mal significa repetirlo. Nos pidió que no la miráramos mientras hacía los nudos de las agujetas. Era un asunto íntimo que no le correspondía a gente como nosotros.

Llegamos después de un rato. El sol no tardaría en esconderse. Además de una pareja acostada en el centro, solo podía ver a un anciano corriendo por las veredas. El parque era nuestro con sus flores, pasto y aliento.

El tiempo transcurrió tranquilo. Susy se acostó entre la hierba. Fumando. Pablo y yo recorrimos el lugar. Dejé que se adelantara. Daba igual lo que hiciera. Era obvio que ya había aprendido a manejar la bicicleta. Era estúpido continuar. Sin embargo me encontraba atado. Sin justificaciones, que era lo peor. No hablamos. Eran los metros. Eran los pensamientos. Eran los pájaros. Cuando se vive es difícil permanecer encendido.

En una de las curvas me alejé. Sin avisar, tomé otra dirección. Necesitaba un respiro sin salir de aquel sitio. Pedaleé aprisa.

Recordé mi llegada a la escuela. Sin poder dormir hasta el máximo. Ese baño tibio. El desayuno rápido. El periódico de mi padre. Una bolsa con el almuerzo. El camino en el auto. La estación de noticias vitales de las que no recuerdo un detalle. Semáforos llenos de ansias. Despedida con un beso. Y lágrimas. Los maestros y salones vacíos. Buscar un pupitre en medio de amistades. Horas viendo el pizarrón por el terror de mirar atrás. La primera carta que escribí dirigida al bote de basura. Mariana con su horrible dentadura. Nadie se daba cuenta de lo hermosa que era. Solo yo que con el tiempo pude asimilar que era posible cerrar la boca. Recordé también la manera en que Gabriela se burló cuando le obsequié la naranja de mi almuerzo. Tuve que evitarla el resto del curso. Quise patearla por rechazar lo que mi madre me había dado. Respiré cuando se fue. Pude matarla, pero odiaría lo que hubiera pasado después. Las cárceles llenas de personas vulgares sin pasarelas ni pijamas de seda. Afuera no era demasiado diferente, aunque al menos podías desayunar una buena sopa. Di otra vuelta. No podría abandonar la casa hasta que aprendiera a preparar sopas. Eso era lo principal. Los vagabundos no tienen casa porque no tienen sopa. Cómo mantener el talante sin una cuchara que lo sostenga. Y de inmediato pensé en Vanessa, porque como puede verse, solo puedo pensar en las mujeres. A ella le dije que buscaba alguien que cocinara. Que supiera lavar los trastes, que me consintiera y quisiera tener nueve hijos. Nada de pantalones o mallas: vestidos. Con tacones el día entero. Era lo que buscaba, una mujer a la vieja usanza. Con tubos en el cabello y mascarillas de madrugada. Se rió; eres ridículo, dijo. Le dije que era broma aunque no lo fuera. Lamenté cuando se cambió a otra escuela porque ni siquiera la toqué. Los del salón la saludaban de beso o empleaban la mano. Debí respetarla menos para que no creyera que estaba loco. No fui nada importante. Dudaba que Vanessa estuviera encima de una bicicleta pensando en mí, en dado caso de que recordara mi nombre. Era lo que me tenía loco. Lo mucho que pensaba en personas que apenas y reparaban en mi ausencia. La timidez era una forma de prevención ante ese panorama tan horroroso. Y seguí pedaleando. Cada vez más fuerte. Hasta que llegué a una pendiente. Desde abajo parecía una pared. Frené, bajé y me tiré al césped.

El estanque se hallaba en la cima de la colina. Cientos de metros para llegar hasta él. El hombre dijo: hay dos opciones. Puedes cavar un túnel e ir gateando en su interior. Te tomará un mes. O puedes correr por la carretera, tardando un día. Mencionó que la segunda opción era peligrosa por lo que ocurría en el camino. Era la seguridad contra el riesgo, la velocidad contra la desesperación. En el estanque estaban los peces que quería alimentar. Los patos se quedaban con la comida que dejaban los visitantes, sin que pudiera hundirse una sola pizca para los peces hambrientos hasta el fondo. Tenía que ayudarlos. Debía darme prisa antes de que murieran.

 —Despierta, nos vamos.

 Era Susy.

—Ya voy, ¿dónde está Pablo?
—No lo sé, tendremos que buscarlo.

Casi era de noche. Nos alumbraba una farola. Quedamos en silencio. Me dolía la cabeza, no quería moverme. Ella se sentó junto a mí. El olor a tierra mojada llegaba gracias a un aspersor a unos metros de distancia. Fue una buena siesta. La jaqueca era lo de menos. Aquello dejó de parecerme tan malo. Aun así era tiempo de volver a casa. Quise ponerme de pie. Ella notó algo.

—Mira por allá, ¿qué es eso?

Era un bote de pintura blanca. Susy corrió hasta él mientras yo me incorporaba y alzaba mi bicicleta. Debí haber llevado un suéter. Vi que se movía. ¿Y Pablo? La rutina guarda la seguridad de los cuerpos blandos. Susy regresó entre risas con el bote de pintura. Se subió el vestido. Vi esa ropa interior verde. Se mantuvo así varios segundos. Tomó la brocha y pintó el interior de sus muslos. Después caminó hacia mí, hacia la bicicleta. Aquella carne blanca estaba más cerca que nunca. Las piernas me temblaban. Ella seguía con las manos arriba sosteniendo su vestido para que yo viera el contenido. Ahora estaba a un metro. Siguió avanzando, reía. Me dio un beso en la frente y entonces comenzó a restregarse contra la bicicleta. Suspiró, era su entrepierna contra la llanta. Olía a cereza. No la toqué ni un segundo. Dejó de mirarme. Centró los movimientos en mi vehículo. No se detuvo. Empezó a gemir. También se carcajeaba. Qué podía hacer yo. Solo mirar. Y sentir pánico. No había nada que pudiera hacer. Por siempre sería la mujer que dominaría mis pensamientos sin que me sirviera de algo. Estallé. Al diablo con los hermanos. Con una maniobra di una vuelta. Vi que ella caía al suelo y me alejé de ahí pedaleando. La oí llorar. Salí del parque. Di vueltas por las calles. Varias de ellas desconocidas. No quise parar. Ni regresar. Si lo hacía corría el riesgo de volver a tener la oportunidad enfrente sin que pudiera aprovecharla. Así que avancé y avancé durante minutos hasta que por inercia terminé en casa. Mi madre gritó una serie de improperios de los que era yo era el principal protagonista. Permanecí callado. Me dirigí al garaje. Guardé la bicicleta en un rincón detrás de unos tambos. No quería volver a usarla, pese a que la quería mucho. Era una fiel compañera de meses atrás. Poco después me mudaría. La abandoné para olvidar, a la espera de que pudiera superarlo con el paso del tiempo.

Jamás imaginé que necesitara de tantos años, hasta que por fin hoy la desempolvé luego de una visita a los viejos. Sigue funcionando. Únicamente tuve que limpiarla. Con trabajos la monté y di unas vueltas por la colonia. Vi las casas de antes; algunas remodeladas, otras no. Unas cuantas habían desaparecido. Me pregunté por sus habitantes, mis amigos. No pude recordar el nombre de la mayoría. Pero ahí estaba la casa de Pablo todavía. Con nuevos inquilinos, ninguno de ellos capaz de darme información sobre Susy o sobre su familia. Extrañaba todo aquello de lo que antes huía. Y en el parque estaba el niño aquel preguntándome sobre la pintura blanca en la llanta. No supe qué decirle. No era necesario. Lo que debía hacer era seguir andando. Avanzando sin intención de apartarme.

miércoles, 6 de junio de 2012

que no se lea hasta mañana


El teléfono sonando a las cuatro de la mañana desubica a cualquiera. Sabes que tienes que contestar. Ojalá sea una broma pesada, que cuando conteste un hombre me insulte y luego cuelgue. Es lo mejor que puede pasar. Aun así te llevas un susto de muerte. El otro día  él contestó una de esas llamadas. Uno podría esperar una gran anécdota y no, la verdad es que lo único que escuchó fue el sonido de un piano tocando. Dijo bueno varias veces sin que nadie tuviera el gesto de contestar, así que regresó a dormir sin que nada importara. Sabía ya que no recobraría el sueño aquel donde un amigo de la infancia le decía de un lugar en donde se podría reunir con una serie de recuerdos propios de 1998. A menudo pasaba así, los sueños no puede recobrarse tal cual. Son experiencias exclusivas que deben tenerse mientras se pueda ya que en cuanto despiertas el aire y la realidad te abruman de tal forma que regresar a una fantasía se presta de verdad complicado. En especial para él que ha tenido unas semanas en medio de ajetreos en las que lo que más le afecta es el no sentirse apreciado. Hace poco mandó cuatro textos diferentes a personas para que les dieran su opinión. Eran cosas que él había escrito: dos cuentos y dos poemas que olvidó en cuanto abandonó el teclado. Uno de los detalles que lo estaba preocupando era su memoria. Estaba dejando de funcionar. Empezaba a olvidar nombres, rostros y detalles que antes le eran indispensables. Una amiga terminó enojándose porque al estar platicando no pudo mencionar su nombre aunque ella era muy importante para él y sufrió y sufrió por no poder recordar con cuál de las letras del abecedario debía empezar. No, estaba seguro de que no se llamaba Claudia y que tampoco era Beatriz porque no tiene ninguna amiga llamada Beatriz y a decir verdad tiene pocos amigos. Ahí era cuando la alarma crecía, no es posible que conociendo a tan pocas personas se te alcance a escapar la única que, según tú, te ha valorado en ocho años donde has escrito lo que otros sueñan y que de todas formas no te celebran porque les caes mal o no eres uno de esos chicos entusiastas a los que les gusta platicar las treinta horas del día con una sonrisa que llega  a venus y regresa. Además a él ya todo le da flojera. Otro cosa que empezaba a darle miedo es que el límite de actividades serias que podía hacer por día se había quedado en una. En los últimos meses hacer más de una cosa, o tan solo pensarla, lo fatiga por lo que termina por tirarse a la cama, decidiendo  mejor no hacer nada porque de cualquier forma nadie morirá por ello. Es lo que brinca en su cabeza: da más o menos igual lo  que haga o no haga: el mundo seguirá girando y tendrá que seguir pagando cuentas y nada será gratis y tú seguirás leyendo revistas y nadie sabrá en donde está el árbol que han imaginado, así que bueno, dijo, seré un genio infravalorado con decenas de mentes medianas bailando alrededor, aplaudíéndose entre sí mientras yo paso el día tomando jugo de un vaso roto porque me da flojera ir a comprar otro y tengo la suficiente desconfianza para no ir por uno de vidrio porque qué tal y se me cae, así que sigo con el de plástico cual niño de 6 años al que su madre le ordena que no se mueva, solo que ahora sin el babero, que es un gran avance, ya no se ensucia: sabe usar los cubiertos, aunque de nada le sirve porque la comida de hoy, igual que la de ayer y antier, era de la que se comía con las manos. Hace años que no va a un restaurante donde tenga más de tres cubiertos y donde el mesero parezca feliz. He ahí donde coincide con los empleados que lo han llegado a atender: la falta de una sonrisa donde depositar las propinas. Él no trabaja porque el dinero está sucio y no quiere que un billete le ensucie su cara. Los únicos billetes que recibe son de familiares de confianza y antes de tomarlos los limpia con gel desinfectante ya que antes ha pensando en todos los sucios pajeros que pudieron utilizarlos; la mera imagen de que una de esas partículas entrara en contacto con su cuerpo podría desvanecerlo así que  no, prefiere seguir gastando lo que tiene en botes de gel desinfectante y no se detiene por mucho que sirva de poco y la gente siga siendo la misma que no hace caso a lo que escribe y por mucho que personas sin talento puedan seguir rondando or ahí sin que les pese el cuello con el peligro añadido de que son celebrados como los grandes talentos de nuestro siglo y se aplauden y lloran y se abrazan juntos aunque anden plagiando y crean que nadie se dé cuenta excepto por él que sabe bien de dónde vienen esas líneas aunque no se los dice porque parecen ilusionados y ya tienen suficiente con ser tan pequeños como para encima irles a restregar que las pocas ideas que tienen fueron antes pensadas por un millón de vagabundos más que luchan por comer cada día  mientras ellos toman refresco de naranja o alguna de esas porquerías al nivel de su escritura. Son los que creen que por leer los horóscopos del periódico, los libros que les encargó el profesor de la secundiaria y haber visto un documental aleatorio los capacita para pensar que cada uno de sus respiros está justificando cuando a todas luces lo que nos indica el semáfaro es que lo que deberían hacer es planear una recolecta de dinero que les permitiera comprar una casa donde se refugiaran, absteniéndose así de convivir con el resto de los humanos, tal vez con su propia huerta y algunas cerdos a los que pudiera reproducir para obtener carne y cuando se les terminaran que se comieran entre ellos así se enterarían a qué sabe la carne humana que a él le causa curiosidad aunque nunca la probaría aunque piensa que si una res fea sabe bien y que si un cerdo feo sabe bien, quizá suna supermodelo de cuerpo bonito sepa exquisito; no aún así no lo haría, los perros son bonitos y solo algunos locos se los comen,  un asco que sería peor que comer una tortuga. A nadie le interesa comer aquello que en su lugar puede besarse o abrazarse, por lo que que sabe, en el fondo, que no nunca lo hará, igual puede que llegue el día en que deje de comer en absoluto porque ni el pollo le gusta y la idea de masticar empieza a fastidiarlo, qué carajos, se dice , por qué tengo que triturar con mis dientes algo como si fuera un cualquiera que necesita de alimentarse: no, es otra imagen la que debe dar, ya lo había dicho alguna vez, la imagen de alguien que no necesita comer porque eso es lo que hacen los roedores y él no es un roedor y a veces tampoco se siente parte del género humano que es desconsiderado y cruel en cuanto puede, una actitud que a él se le escapa, porque aunque no simpatice con todos se le hace impensable tratarlos mal, ponerles el pie o si siquiera darles una palmada en la nariz. Sabe que su presencia podría ser tan chocante que ni se les acerca siendo así el gran héroe que nadie aprecia, aquel que igualmente merece ser llevado a una plaza para recibir un ramito de violetas como la canción de Cecilia que murió trágicamente y que se llama iguala a otra Cecilia que no murió de manera trágica y a la que recuerda de la secundaria por ser la más asediada con sus faldas con cuadros que llevaba por encima de la rodilla. No sabe qué será ahora de ella, puede que sea otra de esas alumnas que tuvieron éxito, como sus antiguos compañeros que ahora viven en el extranjero, los mismos que se revuelcan en dinero y que suben fotos de su visita a Egipto mientras él busca en el suelo alguna moneda de cinco pesos que le permita comprar una botella de agua para tomarse una aspirina porque le duele la cabeza y nadie sabrá nunca lo que siente por mucho que haga una mirada extraña. La gente no se acera y jamás hará un esfuerzo por vivir de cerca lo que le afecta a sus congéneres, nadie podrá nunca tener el escalofrío que le da por la noche, el mismo que le hace temblar las piernas antes de que el teléfono vuelva a sonar y por un momento piense que su triste historia por fin va a terminar.

lunes, 4 de junio de 2012

El libro que se borra


No se mueva de su pantalla. Tenemos algo que puede ser de su interés. Queremos mostrarle el último producto de Editorial Kamus. Nos referimos al Librorro©

¿Qué es Librorro©? Es lo último en entretenimiento para lectores. ¿Qué es lo que hace? Librorro© es un libro especial cuyo contenido puede borrarse y reescribirse las veces que se quiera, de ahí su nombre. Este invento que revolucionará el mercado, podrá llegar a sus hogares  luego de años de investigación en los que se experimentó con diversos materiales y sustancias. La dedicación ha valido la pena: estamos orgullosos de  tener entre nuestras manos un invento que cambiará para siempre la imagen de la industria editorial. Con este nuevo proyecto esperamos acercar a toda una nueva generación a la lectura, eliminando de un plumazo cualquiera de las quejas que suelen alejar a las personas de una de las actividades que mayor estímulo intelectual les procura.

Olvídense de las historias aburridas o de los personajes mediocres. Con  Librorro©  usted podrá encaminar la lectura hacia el lugar a donde a usted le plazca. Y no se asuste, no tendrá que amenazar a ningún autor para lograrlo. El funcionamiento del producto es muy sencillo. Cada uno de los Librorros© incluirá una historia básica, a partir de la cual usted podrá cambiar los hechos que ocurran y cualquier detalle que se le pueda imaginar. Tal como lo escucha, todo es completamente modificable, desde el nombre de los protagonistas hasta el número de mascotas que tienen los personajes secundarios. Bastará que usted tome el lápiz mágico que vendrá incluido, para que borre aquellas líneas que no le convenzan y, a partir de ahí, dejarlo todo en manos de su imaginación. Será cuestión de que  rellene los espacios en blanco con el texto de su preferencia.

Cualquier amante de la lectura sabrá el golpe al corazón que supone ver morir a la mujer de la que nos  enamoramos luego de varios capítulos o descubrir que el chico con el que nos identificábamos es abandonado por su novia al final de la historia. Será ahí cuando  Librorro©  adquiera su importancia, ya que usted podrá girar en seco a través del borrador y la pluma, coordinando aquella hazaña que usted echa en falta.

La calidad del resultado será una enorme responsabilidad que pesará sobre sus hombros. No, no lo decimos para que se agobie: si a usted tampoco se le ocurre hacia dónde dirigir el destino de los personajes, incluiremos un manual (con tinta y papel no borrable) con sugerencias  y 365 trucos dramáticos que lo ayudarán a salir del bache en el que se pueda encontrar.

Más de una persona nos ha preguntado sobre nuestras motivaciones. ¿De dónde han sacado semejante disparate?, nos dicen. Lo cierto es que desde que nacemos la sociedad nos ha limitado a creer que los libros son sagrados, piezas perfectas que deben mantenerse intocables como si sus autores, genios universales, fueran a acoplarse a nuestras necesidades. Perdone, así de necia es la gente, creyendo que tener insatisfacciones a través de la literatura no es solo normal, sino hasta recomendable. Aquí en Editorial Kamus no creemos que deba ser así, al contrario, sabemos que las deudas e infortunios diarios son ya demasiados como para que encima se tenga que soportar que en la ficción tampoco suceda lo que deseamos.

No buscamos, desde luego, fatigar a nuestros clientes. Si bien las modificaciones pueden ser ilimitadas (el Librorro© puede borrarse por completo), no hace falta ser un gran prosista ni mucho menos. Si usted así lo desea, bastará que cambie una línea o dos para que el resto del contenido se adapte en automático a ello. Tecnología del nuevo siglo para lectores modernos. Así,  por ejemplo, si usted decide que el personaje principal debe renunciar a su empleo, el resto de las páginas se coordinarán para que, cerca del final, su héroe tenga problemas para pagar las rentas. Pero no se preocupe, a diferencia de la vida, cualquier acción será reversible: si le empieza a aburrir ver cómo aquel caballero de armadura plateada se fue transformando en un perdedor que roba latas de atún para poder sobrevivir, usted podrá recular sobre sus pasos. Nuestros compradores serán los artífices de obras con infinitas posibilidades de las que serán creadores y lectores simultáneos hasta que se sientan satisfechos. El juego será tan amplio que, según nuestros cálculos,  en promedio tardará unos 14 años en llegar a esa historia que finalmente le cautive.

Dígale adiós a los finales insatisfactorios o a la tristeza de una historia dramática. Será usted y su mano quienes dirijan la orquesta, pudiendo transformar una tragedia en una pieza de comedia, así como un soneto en un monólogo radical de apología al anarquismo.

El placer está garantizado. Así lo demuestran los testimonios recogidos durante las fases de prueba:
"Es maravilloso, en cuanto vi una parte en la que el malo de la historia iba a poner veneno en la copa de vino de  la damisela, me dispuse a borrar e incluí un apartado en el que el rey prohibía el consumo de bebidas alcohólicas a partir de las cuatro de la tarde"—María, odontóloga, 44 años.
"Jamás vi nada igual. Durante años estuve aburrido de ver a los buenos ganar, me da gusto que en esta novela histórica por fin pudiera ingeniármelas para cerrar relatando  el triunfo de un colectivo de artistas zombi"—Manuel, ingeniero, 52 años.
"Recomiendo  el Librorro© a cualquier tipo de maestro que quiera enseñar a sus alumnos la importancia de superar los panoramas que se presentan adversos. Los cambios son posibles, ¡vamos por ellos!" —Susana, 31 años, profesora de preescolar.
Como puede ver, Librorro© plantea un nuevo paradigma en cuanto a la relación lector-escritor se refiere. Además contamos con varias presentaciones que se adaptan a cualquiera de sus necesidades. Tenemos tres diferentes novelas, una colección de relatos, una antología breve de poemas y un diario erótico que, cada uno a su modo, pueden variar a miles de posibilidades dependiendo de la disposición de quien se anime a cambiarlo. Si, por el contrario, a usted le agobia realizar grandes cambios, no se preocupe, siempre queda la opción de leer el contenido del libro tal cual viene de fábrica; el procedimiento será muy sencillo: bastará  con que usted se abstenga de utilizar el lápiz mágico y listo. Para mayores indicaciones lea el manual que irá adjunto (el cuál no podrá borrarse y que viene en 19 idiomas diferentes incluyendo inglés e italiano)

Estamos a su disposición, no olvide que con Librorro© el límite es... ¡su imaginación!

*Si usted es uno de los primeros 500 compradores le incluiremos sin costo extra un mapa elaborado con la misma tecnología por si usted quiere borrarse del ídem.

sábado, 2 de junio de 2012

Intento olvidar


He intentado olvidar, no lo negaré. Al principio, sobre todo. Luego comprendí que lo mejor era no intentar, solo dejarlo de lado, hacer lo posible por tener otros asuntos presentes. Ha ido así, día a día, mes a mes. Olvidando, lo cual está muy bien. No pienses que era algo malo, al revés: intento olvidar lo bueno. Esos buenos momentos que ahí estuvieron y que jamás volverán a estar. Es lo que intento olvidar. Lo que ya no tendré. En lo malo casi no pienso, son los momentos lindos a los que invariablemente llego. Los que me atormentan. Porque mis estrategias fallan. De nada sirve mentalizarse ni mantenerse ocupado. Un día, sin saber muy bien por qué, esas imágenes regresan a cuadro. La otra noche fue así. Tuve un sueño que más bien fue un repaso. Ahí vi lo que hice y lo que pude hacer. Lo que ya no está y lo que no volverá. Y supe que por mucho que lo intente no lo podré superar. A menudo creeré que sí, que lo que he vivido es parte del pasado, que ahora soy otro, que ahora soy fuerte. Así pensaré hasta que una noche, sin esperarlo, cierta escena regrese a mis ojos. La misma que siempre estuvo escondida, aquella oportunidad que pude haber tomado y que se convirtió en un lamento diario. La imagen de las personas que quisiste danzará por siempre dentro de tu memoria, por mucho que te muevas o por mucho que creas que has cambiado. Conocerás a otras personas. Tendrás muchas otras historias. Solo que ninguna como aquella. Es solo eso, el tormento de lo que fue irrepetible, lo que en su momento ni de broma parecía ser así.

viernes, 1 de junio de 2012

Has pensado demasiado



Incluso las buenas noticias terminan por parecerme malas. Pongamos el ejemplo de hoy. Fui a la escuela a arreglar un asunto y revisar unas calificaciones. Saludé a una amiga y platiqué con uno de los maestros. Habían pocas personas. Salí de ahí rumbo a una tienda para comprar algo de desayunar. Solo había dos cajas abiertas de quince disponibles. Tuve que aguantar una fila larguísima con gente que hacía la despensa de todo el mes. Yo solo llevaba un producto. Uno. La cuenta fue de veinte pesos. Le di al cerillo dos pesos. Parece poco, pero si uno se lo piensa en proporciones es bastante. La señora que estaba adelante de mí llevó tanta mercancía que la cuenta fue de mil quinientos pesos. El cerillo empacó todo con rapidez y destreza y al final recibió cinco pesos por su servicio. Fueron como veinte bolsas. Yo, en cambio, por una le di dos pesos. La señora debió haberle dado 40 pesos para estar a mi nivel de generosidad. Reconozco que si en lugar de cerillo hubiera sido una cerilla, le habría dado un peso más. Siempre lo hago así, pueden demandarme. Tengo preferencia por las mujeres. Me ablandan el corazón.  De ahí que me cause gracia cuando se quejan de desigualdades, algunas veces el juicio es válido, otras no tanto, la verdad es que en muchos campos tienen ventajas que el hombre apenas puede soñar.

Caminé rumbo a casa. Vivo cerca. A unos diez minutos. Es lo mejor de todo. A menudo escucho historias de estudiantes que viven a dos horas de la universidad. Se levantan a las cinco de la mañana para lograrlo. Algunos hasta trabajan. Son historias admirables y también tristes. ¿Cómo le harán? Yo tengo que hacer un esfuerzo titánico para asistir, aun cuando, en términos generales, no suponga un gran desplazamiento. Supongo que les gusta. Total respeto.

Cuando estoy a una cuadra de llegar a mi domicilio, veo a un hombre viejo caminar por la banqueta. Avanza con lentitud, rápidamente lo alcanzo, pienso que se debe a que eleva demasiado las piernas con cada paso. No es el anciano típico, éste está más arrugado, incluso en los brazos tienes decenas de pliegues delgados que se intercalan con unas heridas extrañas. 

La acera es estrecha. Solo hay espacio para que una persona y media caminen uno a lado del otro. Tengo que reducir la marcha. Considero la opción de rebasarlo pero me da un poco de pena. Temo ofenderlo o hacer que se sienta mal. Si bajo al pavimento para superarlo podría desatar una serie de pensamientos en su mente que incluyeran el "estoy muy viejo" o "quisiera volver a poder caminar como antes, lástima de estas reumas, ojalá muera pronto". Así que aguanto unos segundos más. Luego el sol arrecia y ya no sé. Quiero llegar a casa, no he comido como en 15 horas y necesito un poco de sombra. Qué diablos, me digo, esos pensamientos son paranoias mías, a él no creo que le importe, debe estar acostumbrado.

Así que abandono la banqueta y camino más rápido. Pronto lo supero y poco después vuelvo a subir a la banqueta. Sigo un poco apenado, no lo niego. Esto empeora cuando después de unos pasos veo tirado en el suelo un billete de 50 pesos. Ahí está la buena noticia a la que me refería al principio. Claro, no es mucho, pero es difícil encontrar dinero, hace años que no lo hago. Hay tanta necesidad que es casi imposible que alguien no se te adelante cuando de un billete se trata. Sigo avanzando y lo tomo. No me detengo e incluso cruzo la calle. Ya del otro lado me pongo a pensar en el señor. Tal vez él lo necesite más que yo. Quizás los dioses pusieron ese billete en su camino y yo lo arruiné. Si yo no hubiera sido un desesperado, él tendría el billete en la mano. El ahorro de un minuto marcó la diferencia. De pronto me sentí como un oportunista, un aprovechado que abusaba de la bondades místicas del destino. La cara se me caía de vergüenza. Luego pensé, tal vez para darme un consuelo, que le estaba salvando la vida a aquel hombre. Sí, si uno se detenía analizar la situación, era altamente probable. Como dije antes, el hombre mostraba poca movilidad e iba sin demostrar energía. El billete estaba en el suelo, a una distancia considerable de su mano, por lo que, si quería obtenerlo, tendría que agacharse, algo que, sin dudas, ponía en riesgo a su columna y otras partes de su cuerpo. El pobre no se daría cuenta, el caso es que por míseros 50 pesos pudo haber comprometido su integridad física. Evité que cayera en esa trampa mortal. Los dioses me pusieron en su camino para salvarle la vida. Nadie se dará cuenta del héroe en el que me he convertido. La culpa era del contexto. Si en lugar de un billete la escena involucrara un accidente automovilístico en el que rescatara a un bebé de morir entre las llamas, hasta saldría en las noticias. Lo mío fue mucho más discreto, aunque igual de heroico. En un mundo justo saldría en los diarios:

JOVEN UNIVERSITARIO SALVA A UN ANCIANO DE AGACHARSE Y ACABAR PARTIDO EN DOS. "NO LO HICE POR EL DINERO", DECLARA. SE ESPERA UN HOMENAJE EN EL EDIFICIO CENTRAL DEL MUNICIPIO LA PRÓXIMA SEMANA.

Es casi imposible que esté en paz, así que, aun siendo un héroe, dejo volar mi imaginación. Quizás estuviera equivocado: los dioses pudieron mandarme solo para que recogiera el billete y DESPUÉS SE LO DIERA AL SEÑOR. Maldición, la vida es dura y uno jamás acaba por acostumbrarse del todo a ello. Decido regresar. Lo justo será darle $25 y quedarme con el resto. Seamos compartidos en este mundo lleno de podredumbre, hermano del alma. 

Llego a él. Buenas tardes, le digo. Pregunta que quién soy. Me llamo Carlos, respondo. Yo soy de los Orellana, me dice. Voy a comer,  soy de los Orellana, continúa diciendo. Le digo que me encontré un billete. Me interrumpe. Soy de los Orellana, ¿los conoce? Los Orellana, joven, ¿los conoce? Le digo que no y continúa repitiendo el apellido Orellana. Pregunta que si quiero comer. Lleva una bolsa de pan molido en la mano. Le digo que llevo prisa y me alejo de ahí. Comprendo que el hombre no estaba bien, regreso a casa pensando que lo salvé de gastar esos 50 pesos en una cubeta con droga. 

Sin mucho que decirte



Vas avanzando por la calle prometida. Eres feliz a cada paso. Ves lo que interesa al final. Sigues por varios días. No importa mucho que estés cansando. Sabes que cuando termines habrá valido la pena. Un poco más. Al principio te va así. No temes mucho. El tanque de energía está completo. Ni ganas de detenerte. Así hasta que una pierna te duele. De pronto te pones a pensar. Ya no estás seguro. Ha pasado una semana. Algo anda mal. Disminuyes la velocidad. Avanzas porque no te queda mucho que esperar atrás. El convencimiento que tenías se ha ido. El movimiento de tu cuerpo comienza a pesar. Das un trago al agua que llevas. Miras a los costado. No hay nadie. Eres solo tú avanzando hacia un sitio que sigue pereciendo igual de retirado. Aguantas lo que a otros les sirve de pretexto para abandonar. Los pies te raspan. Tienes la piel seca. Te dan ganas de llorar. Tu avance se ha convertido en una resistencia. Cierras los ojos. Imaginas que estás en uno de tus sueños con las personas que estimas, dándote cuenta de que tu caminata iba dirigida a eso. Luego abres los ojos y sigues viendo el sitio igual de lejos, problema mayor al que se suma el hecho de que el final ya no se ve igual de claro. Puede que ya no te guste, que no sea igual a lo que al principio esperabas. Caminas. Sabes que a tu espalda hay mucha distancia. Que el regreso es igual de trágico. Que el abandono también tendrá un precio. Sigues. Ya no por la meta: por el retorno.Hubo uno al comienzo, hace kilómetros que has visto ninguno más. Mantienes la esperanza con unos labios secos que no te dejan gritar. Pasas varios meses en busca la esquina que te permita el regreso a una realidad que mucho no te gustaba, que apenas era un poco menos fea que tu intento de escapar, solo un poco. Sigues y no la encuentras. No recibes nada y sigues mirando a los lados; sabes que nadie notará si caes y piensas que puedes hacerlo sin problemas pero es tu orgullo el que te mantiene así que levantas la cabeza, haces una mueca y todo lo posible por lograrlo aunque el sol no te dé un respiro.