miércoles, 31 de agosto de 2011

31 canciones


Hace poco leí 31 canciones de mi querido Nick Hornby. En el libro, hace un repaso a eso: 31 temas de música pop que tienen un significado importante para él. Pocas de las elecciones son obvias; salvo por algunos casos como Springsteen, Patti Smith o Bob Dylan que uno podría adivinar, el resto fluctúa entre la obscuridad de conjuntos como The Bible y sorpresas como la de Nelly Furtado. Desde luego también se encuentra su amado soul. De cualquier forma lo importante no es eso, sino de lo que escribe. Las canciones pudieron ser otras y el resultado sería igual de maravilloso por la forma en que Hornby aborda la selección. Sus palabras no son las de un crítico sin alma, son las de un fan, más preocupado por aprovechar la oportunidad para recordar pasajes personales que por analizar las escalas diatónicas o en determinar si la batería suena lo suficientemente ajustada; aspectos mucho menos importantes que el amor, la muerte, los amigos y las anécdotas que causan que puedas escuchar algo de diferente forma que los demás.

Cuando lo terminé tuve la idea de hacer algo similar aquí en el blog. Empecé escogiendo 31 canciones (en realidad fueron más de 100, número que fui reduciendo a través de descartes) que me han marcado de alguna u otra forma, para luego irlas posteando una a una acompañadas de apuntes personales durante el mes de Septiembre. Sí, una al día.

Lector enterado: Oye, Septiembre solo tiene 30 días

Lo sé, pollo. Habrá un día en el que tenga que poner dos, algo que no me costará demasiado trabajo. El plan es que los textos sean cortos para no aburrir demasiado con detalles de características íntimas. Sé que por ahí estuvo circulando un reto musical de 30 días por Facebook. Interesante, sin dudas, pero con la limitante natural de tener que seguir ciertas categorías que tal vez no se aproximan a lo que quieres contar; espero esto me brinde otras posibilidades.

Otra de las razones que me han motivado es la idea de darle un poco de rumbo a esta bitácora, generalmente desorganizada y con entradas que poco tienen que ver las unas con las otras. De vez en cuando es recomendable darle cohesión a los proyectos.

Además hablo poco de música por aquí, algo incomprensible tomando en cuenta mis costumbres. Tal vez lo he evitado de manera inconsciente para evitar exhibirme y por lo irritante que puede llegar a ser el tener a alguien que copia cualquier movimiento que hagas. Pero me rindo, de todas formas la mayoría de mis lectores me cae estupendo por lo que no tengo problemas con compartirles algunos fragmentos de mis gustos y de mi historia.

No digo más, mañana empiezo con la primera canción. Ya sabrán de cuál se trata y por qué la elegí.

sábado, 27 de agosto de 2011

Si viene Morrissey...

Hace meses, en una de las últimas conversaciones que tuve con alguien a quien solía conocer, mencioné que Morrissey vendría pronto. A fines de año, le dije. No sé por qué ese día estaba convencido de ello. El hecho es que lo estaba. Era seguro que vendría. A la mañana siguiente no pensaba igual. Una semana después tampoco. No tenía una base para mostrar algún tipo de certeza. Pero aquella noche la tenía, sin saber de dónde venía. Supongo que era un anhelo, uno tan fuerte que me impulsó a tener sentimientos de optimismo elevados. La razón no era solo la del concierto, había otro detalle igual de importante, la de una reunión personal. Y el único capaz de juntarnos de una vez, era Morrissey. Nuestra pasión en común. Ahora esa persona ya no está. Queda la música, algo que jamás se perderá. La mayoría puede decepcionarte, no así tus artistas favoritos, que permanecen ahí con las canciones de siempre para que las repitas una y otra vez hasta que dejes de necesitarlas. Esta clase de fidelidad es sagrada. Los años pasan. Gente va y viene. Se quedan a tu lado los Beatles, Bob Dylan, The Smiths. Ahí siguen tus amigos, en tus peores momentos tratándote como en los mejores.

A falta de que se confirmen detalles que aún me mantienen con un ligero escepticismo, recientemente salió la noticia de que Morrissey vendrá en Noviembre o Diciembre. En cuanto lo leí, recordé aquel día en que sin saber bien por qué, solté una primicia mundial que en ese entonces parecían palabras livianas sin ninguna validez. Tal vez fue el deseo intenso, o los sentimientos que tenía entonces, los que provocaron una reacción en cadena que ahora culmina. Me gusta pensar en la posibilidad, al menos. Yo me acuerdo, ¿lo recordará ella? Lo único que sé es que jamás pude mentirle. Ahora, más que nunca, me doy cuenta de que, a mi propia y extraña manera, siempre le fui sincero.

lunes, 22 de agosto de 2011

"No hice la tarea"


Iba en la preprimaria cuando, por alguna razón, olvidé hacer la tarea. Esta historia tan habitual sería indigna de cualquier mención si no fuera por el castigo que Miss Yola decidió aplicarme. Antes unos antecedentes; la mujer de la que hablo tenía una fama, ganada a pulso, de ser una maldita. Sus alumnos éramos niños pequeños, así que en nuestra inocencia no la considerábamos como tal, sin embargo sí le teníamos un respeto excesivo que se aproximaba a lo que la mayoría de las personas conocen como miedo. Conmigo no era tan puntillosa, tal vez le agradaba. Tal vez. Se ponía estricta en especial con las niñas. Creo firmemente que entre mujeres hay profundas envidias que hacen en ocasiones difícil su convivencia. Los hombres somos más simplones. Si alguien nos es desagradable, evitamos permanecer a su lado (por no hablar de otros comportamientos del tipo violento que atacan directo al conflicto). Las féminas en cambio pueden sonreírse, incluso volverse amigas guardando un resentimiento interno que sacan a relucir de vez en cuando. Como sea, Miss Yola tenía víctimas preferidas a las que hacía trabajar el doble. Hablo de encargar repetir una plana porque la letra le parecía "fea" o el de emitir juicios negativos respecto a los paisajes dibujados con crayolas. Detalles así. La escuela —y esto ya lo he contado—, era en realidad una casa. Uno de los salones estaba en la cocina, lo cual daba lugar a situaciones graciosas, como el de saber que los libros y el material didáctico se guardaban en los gabinetes de la alacena y en el horno de una estufa inservible. Visto a distancia, claro, en su tiempo nos parecía ordinario. Para muchos de nosotros esa era nuestra primera escuela, así que pensábamos que las demás era igual.

Fin de los antecedentes.

No hice la tarea y me dio miedo. Ya para entonces había sido testigo de la rigurosidad que tenía la maestra, una tan fuerte que hacía llorar a algunos de mis compañeros. Otro asunto: no dejaba a nadie ir al baño. Hubo varios casos de niños que tuvieron que hacerse en los pantalones por no poder aguantar más. Ahora que lo pienso puede decirse que estuve en una versión infantil y laica de The Magdalene Sisters. Sí, porque también había golpes para quienes se portaban mal. No a un nivel merecedor de salir ahora a la calle a presentar una denuncia (a mí me da risa al recordarlo), mas sí llegué a ver reprimendas en las que —y aquí lo gracioso— algunos desafortunados recibían algunos golpes en el trasero con... una cuchara de madera. Era lo que tenían a la mano, por lo de la cocina. A mí me dieron tres una vez. Tuve que hacer un esfuerzo para evitar la carcajada. Las razones eran de lo más variadas. Recuerdo en específico a una amiga que fue regañada por levantarse a tomar un pañuelo desechable en los minutos en los que se ausentó la profesora. En cuanto ésta regreso y la descubrió, inició una reprimenda que duró cerca de 14 minutos en la que se expuso la importancia de la obediencia, así como las consecuencias que podía tener esa gran indisciplina, pudiendo derivar un futuro lleno de fracasos y miseria.

Fin de los antecedentes. (Ahora sí)

Si eso hacía por conductas menores, no quería ni imaginar lo que me haría a mí, que había cometido el pecado capital de no realizar mis labores. Cuando me llamó para entregarle la tarea, me puse de pie y avancé lento con las manos apiladas por encima del vientre. Al llegar a ella exclamé: ¡No la hice, miss! Cerré los ojos esperando una bofetada o los efectos de una llamarada golpeando de lleno a mi cabellera. Sorprendido, tuve que abrir los ojos después de 5 segundos, no había percibido ningún tipo de tortura en acción. En cambio, vi a la maestra Yola escribiendo algo en una hoja de papel. Me la entregó. Esto era lo que decía, en letras rojas llenas de furia:

No hice la tarea

Me pidió que me la pegara con cinta adhesiva en el pecho para que todos supieran al verme que era un irresponsable. Yo era obediente, así que lo hice y no la despegué hasta llegar a casa. La gente se me quedaba viendo. Estaba feliz, era un castigo agradable, no me dolía. Era un ser libre, en aquel entonces no me importaba la opinión de los demás. Yo sabía que NO era un irresponsable. Y eso era suficiente. No tenía que rendir cuentas a nadie.

Ah, cómo me extraño.

Una vez en la primaria, empecé a ver lo inútil de la mayoría de las tareas. Eran un sacrilegio que arruinaba el tiempo sagrado destinado a descansar. Admitía que dentro de las aulas uno debe estudiar, escribir, poner atención. Mi negativa llegaba cuando profesores abusivos intentaban invadir tu comportamiento fuera de clases. ¿Por qué debo realizar trabajos en mis horas libres? ¿Acaso me van a pagar? Eso pensaba. De modo que no las hacía. Mis calificaciones finales estaban llenas de números que parecidos al 6 y al 7. Algunos 5. No fui un estudiante ejemplar, sobre todo en secundaria y preparatoria donde, de plano, me negaba a realizar la mayoría de las actividades no relacionadas con el horario escolar. No repetí ningún año porque de cierto modo lo compensaba con exámenes y participación. Mi promedio final en la prepa fue de 6.7.

En la Universidad cambié. Sin importar cuánto me queje en esta bitácora, deben saber que entrego religiosamente cualquier trabajo que me dejen. En dos años no falté a una sola tarea y rara vez me abstuve de ir, teniendo una asistencia por encima del 90%. Lo hice a mi pesar, con un esfuerzo grande. No era difícil, en la práctica quiero decir, pero sí algo que no me gustaba. Nada de lo que me encargaron era para apasionarse. Era una lucha contra mí mismo. Hubo noches en las que terminé disgustado, ¿era una traición a mis principios realizar algo que no me era interesante? Quizás. Al final de cada ciclo noté que mi promedio alcanzó máximos históricos. Pasé de un 6.7 a un 9.2 en el primer semestre, cifra que pasó a 9.5 en el segundo, 9.4 en el tercero y 9.8 en el cuarto. Descubrí la clave del "éxito" (las comillas son imprescindibles); haciendo las tareas te garantizas pasar. A los profesores les ha gustado lo que escribo o lo que sea que entregue. Puede que no aprendas nada útil, pero si te las ingenias para cumplir con lo que te piden, estás del otro lado. De eso se trata. Les da igual cuánto estés enriqueciendo tu psique. Resulta complicado de medir. Basta con que cumplas con lo mínimo. Las calificaciones dependerán de qué tan hábil seas para convencer o fingir que eres alguien valioso. Nada para alarmarse, por lo que he visto, entregar mediocridades es suficiente para obtener un 8 bastante aceptable.

Pero ayer, luego de una racha de no sé cuántas entregas, decidí no hacer una tarea. Encontré una vieja foto en la que mi padre me sale cargando. Al reverso traía algo escrito. Apenas y he hablado con él en dos años. Verme de pequeño hizo recordara a Miss Yola y al incidente con el que inicié este post. En la foto salgo sonriendo. Decidí no escribir el texto que me encargaron, aun cuando no hubiera necesitado invertir más de 20 minutos. No era lo que quería hacer en ese momento. Lo que quería era escribirle a una amiga y eso fue lo que hice. Cuestión de prioridades. Yo sé que no todo en la vida va a ser regocijo, pero, siempre y cuando no afectes a nadie, debes darte estas pequeñas satisfacciones de vez en cuando. Llenar los deseos. Asumir las consecuencias también. Ahora tengo un NP ("no presentó") en la lista. Da más o menos lo mismo. No habrá gran diferencia al final. Sé que pasaré la materia. En cambio puedo decir que hice algo más importante: ser por un rato el niño que fui. No hay que permitir que nada ni nadie te consuma.

sábado, 20 de agosto de 2011

Partidos que te hacen comprar playeras

No me distingo por coleccionar jerseys de futbol. Tengo tres del Liverpool, dos de la selección mexicana (viejísimos, además. Uno de ellos es del representativo Sub-20 de 1998), uno del Necaxa, uno de Mónaco y uno de la Juventus. Los únicos que mantengo cerca son los del LFC. El resto están perdidos en algún lugar de la casa. Tal vez en una caja haciéndole compañía a libros o a alguna licuadora inservible. Al Mónaco nunca le he ido, recuerdo que pedí que me la compraran porque estaba con descuento y era de colores bonitos (siento debilidad por los uniformes que llevan el rojo). Me quedaba grande, me gustaría encontrarla ahora para ver si por fin se me ve como algo diferente a una camisola. La Juve me cae bien, pero jamás le he ido. No sigo la Serie A, y el equipo con el que simpatizo es con el Inter sin que sienta por ellos la devoción que siento por mis verdaderos favoritos, pertenecientes a otras ligas. Un día mi padre se la adueñó (también me quedaba grande) para ir a ejercitarse y luego le perdí la vista. No me dolió mucho. El jersey del Necaxa, según recuerdo, era medio feo, como suele ser la indumentaria del futbolista mexicano. Mi amor por el equipo no fue suficiente para que apenas y la usara en tres o cuatro ocasiones para después extraviarla en el abismo de la mudanzas. Lo mismo con las del representativo tricolor.

Lo de Liverpool es diferente. Las uso de manera constante. La compra no estuvo motivada solo para alimentar el guardarropa, sino porque lo veo como una manera de apoyar al club, aunque sea con unos pesos, a kilómetros de distancia. Me gusta pensar en cómo los aficionados en conjunto son los que hacen posible a fin de cuentas el fichaje de jugadores y la elaboración de proyectos. También tengo una bufanda y una gorra. Las gorras no me gustan. Usarlas, al menos. La compré directamente para apoyar a un equipo que me ha brindado tantas emociones. Si no puedo ir a Anfield, cuando menos quiero aportar algo, por mínimo que sea, para no sentirme como un aficionado polizón que recibe los beneficios de ver partidos sin aportar algo a cambio. Desde luego que no es una obligación, me parece válido irle a un equipo sin necesidad de comprar los artículos oficiales relacionados. Son un costo importante que no cualquiera se puede dar. A mí me pasa, me gustaría comprar cada inicio de temporada los tres uniformes, pero no puedo. Debo seleccionar. Ya al principio daba a entender que mi colección es, por así decirlo, pobre. Conozco personas que poseen decenas de jerseys de diferentes conjuntos donde lo que cuenta no es ya apoyar al que los identifica, sino conseguir el mayor colorido y diversidad posible.

Después del Liverpool, a una distancia considerable, hay otro equipo al que tengo en alta estima. Se trata del Real Madrid. Cuántas de sus victorias me han alegrado, cuántas de sus derrotas me han provocado un dolor en el estómago. Desde hace tiempo vivía con cierto remordimiento, después de años de hacerme pasar por un seguidor, me di cuenta que no poseía nada relacionado con el club. Me apenada en serio. Era sí, un aficionado polizón. Meses atrás me prometí que, en cuanto surgiera la oportunidad, compraría al menos una camiseta para corregir el lamentable estado en el que se encontraba mi compromiso con la institución. Pasaron los días sin que hiciera nada. Solo visitaba las tiendas y me echaba para atrás al ver la etiqueta con el precio.

Eso cambió hoy. Por fin me decidí y compré el jersey blanco. Me saqué un peso de encima y me siento contento al respecto. Además es hermosa, los pequeños detalles en dorado hacen lucir a la prenda como una auténtica joya. Hubo algo determinante para que esto sucediera. Alguien con una tacañería de alto calibre necesita de eventos como el de la reciente Supercopa para dar el paso. Habrá quien piense que es una locura tomando en cuenta que se perdió frente al Barcelona. Pero no, lo que vi en el terreno de juego hizo que me sintiera orgulloso de haber tomado, ya hace años, la decisión de ser partidario merengue. El equipo, con la atmósfera en contra, salió y jugó de manera espectacular. Dominó gran parte del encuentro, se esforzó, luchó y le plantó cara al que muchos consideran el mejor equipo del mundo. Jugaron al límite conscientes de la importancia del club al que representaban. Y por orgullo personal, claro. No olvidemos que es un conjunto con varios jugadores que hace dos años no compartían los mismos colores y que ahora empataban con el nivel de uno que se ha ido formando durante años.

La grandeza del espectáculo quedó opacada por el final. Una pena, porque una serie de equivocaciones extracancha hacen que la mayoría olvide del grandioso partido que se vio antes. De paso recordé el porqué jamás podré irle al Barca, que sí, tendrá excelentes futbolistas pero que, como personas, dejan mucho qué desear. Ojo, soy el primero en reconocer que Mourinho cometió un grave error al picar el ojo de otro ser humano, ojalá se disculpe. Pero él paga esas acciones al hacerse de una imagen negativa. El problema llega cuando cuando los criterios no se aplican con el mismo rigor al Futbol Club Barcelona, el equipo inmaculado querido por los niños. El humilde, el que siempre respeta al rival. Y el que es visto como el bueno de la película aun cuando ensucian el juego de manera velada e hipócrita. Jugadores como Pepe o Marcelo aunque sea tienen el valor de asumir el papel políticamente incorrecto al igual que cargar con sus consecuencias. El segundo hizo una falta dura con el balón en juego. Fue castigado con la expulsión conforme a reglamento. Perfecto. Se le ha criticado bastantante. Ojalá se hiciera algo similar con la banca blaugrana que de inmediato saltó, buscando ejercer una justicia que solo le debe corresponder al árbitro. Además fue una irrupción del tipo violenta. Ahí nació el conflicto. No por una falta que se debió quedar en la cancha. Los primeros en ir a echar guerra fueron ellos.(Insisto que lo de Marcelo fue una falta digna de roja como hay tantas en el deporte que deben quedar en eso) Normal, me parece, la historia reciente ha mostrado la tensión que existe entre ambos. Lo normal sería criticar a los dos. Para que se dé una pelea deben participar dos. Pero la prensa poco comprometida y los aficionados oportunistas que van siempre con el ganador dejan la totalidad de los palos dirigidos a los madridistas. Si se dice que Mou "destroza" al futbol español, ¿por qué no ser igual de severos y críticos con Villa o con quienes exageran el más mínimo contacto para sacar ventaja y condicionar al árbitro?

En fin, prefiero los que van de frente para lo bueno y lo malo. Los que asumen las consecuencias de sus actos y los que en la victoria no faltan al respeto al rival. Esto último es algo que igual debe darse en la derrota y en lo que el Madrid falló. Lo reconozco. Perder es frustrante, más si el rival está instalado en un pedestal celestial que parece inmune a cualquier señalamiento. Eso por no mencionar el hecho de que el calor de un partido lleva actuar de manera desproporcionada. Que se entienda no significa que se solape. Señalo eso sí, la poca objetividad generalizada que enfoca la atención en una de las partes negándose a ver que la otra tiene también que ser incluida en el paquete.

Así es como me vi impulsado a salir a comprar el jersey que les decía. Además mi escuela está repleta de jóvenes con la playera culé, ya es hora de ofrecer algo de resistencia. Tristemente, al menos en México, se ven cada vez menos aficionados del Real Madrid. En la actualidad el panorama está dominado por el United y el Barcelona, que, vaya coincidencia, son los dos equipos que más me provocan aberración. Invito a que quienes tengan indumentaria merengue a que salgan a las calles con ella. Lo mismo con los Reds latinoamericanos. No se escondan. Son tiempos duros, necesitamos permanecer unidos. Que no se olvide la historia, esa que indica quién sigue dominando Europa.

Fotografía tomada con una D300s de 12,3 Mp.

viernes, 19 de agosto de 2011

Así es como se amanece

Desperté a la mitad de la noche con una sensación extraña en la cara. La nariz y los ojos me ardían. Tuve que encender la lámpara del buró. Hace calor, pensé. Me quité la camiseta. Quedé con el pantalón de la pijama. Unas horas antes, por la tarde, estuve caminando durante horas. Encontré una ruta alterna a la calle de los perros. Sin ladridos a los costados te concentras mejor. Cuando llegué a casa, lo que deseaba era dormir. No tenía hambre. No cené. Olvidé por completo qué había comido. Entonce fui a la cama. Más temprano de lo normal. Ahora estaba con los ojos abiertos sin saber cuánto faltaba para el amanecer. Pensé en los días pasados. ¿Dónde estaba? ¿A dónde iba? Avanzas y no sabes si te acercas o te alejas. He empezado a creer que hago la segundo. Son meses ya sin ver un oasis. Sin divisar tierra firme. Debo adoptar un pez. Eso es. Tenerlo sobre el escritorio recordándome el sentido de la vida. Lo alimentaría a cada mañana. Tendría que cambiarle el agua de vez en cuando. Me aferraría a la vida. No podría marcharme con esta responsabilidad. Dejar a un pez morir solo es demasiado cruel para que se pudiera atravesar por mi cabeza. La razón para despertar a diario quedaría clara: para que el pez no muera. Soy incapaz de cargar un remordimiento más. Tengo veinte kilos de arrepentimientos pesando sobre mi espalda. Esto me motiva, sé que no hay margen de error, que he de conducirme con propiedad si es que no quiero amanecer aplastado sobre el asfalto. De repente me eché a llorar. Como un niño que ha acumulado lágrimas durante meses gracias a la soberbia. Ahora los ojos ardían más. La nariz también. Empezaron a escurrir. Tomé un pañuelo para secar. Pronto vi que no era suficiente. Subí la intensidad de la lámpara. Vi que mis manos estaban pintadas de azul. El pañuelo, antes blanco, ahora era celeste. Las sábanas estaban empapadas. Era el color del llanto. Tomé algo de papel para frenar el derrame que provenía de mi nariz. De poco sirvió. Era imposible detener chorros y chorros. Parecía una manguera. Lo que salía era de tonalidad amarilla. Los ojos, por su parte, seguían nutriendo la habitación de azul. Puse un pie en tierra. Estaba encharcado. Mientras, perdía litros sin saber qué hacer. No tenía sed. Tenía la boca húmeda. Después, mojada. Tuve que abrirla. Escupí, ya no podía aguantarlo. Ahora me reía. Carcajeaba. Así empecé a expulsar una acuosidad verdosa. Olía a flores. Se sumó al festín de los ojos y nariz. Por las tres partes soltaba colores. Y no podía evitar seguir llorando y riendo. Me dolió el estómago y me tiré al suelo. Recuerdo hasta ahí. Cuando volví a despertar estaba seco. Con dolor de cabeza. Miré por la ventana y vi algo parecido a la foto:


Sonreí. Supe dónde hallar el otro color.

jueves, 18 de agosto de 2011

El resurgimiento de Spazz

Qué difícil es dejar las cosas que a uno le gustan. Podrás abandonarlas por un tiempo largo. No importa, tarde o temprano las ganas regresan impulsándote a caer. Spazz, la revista/proyecto en la que he estado participando desde hace más de un año tuvo un hiato de varias semanas que para la industria editorial resultarían fatales. Para nosotros, no obstante, que hemos procurado mantenernos al margen de cualquier tipo de costumbre, jamás lo vimos así. Siempre supimos que regresaríamos y que lo seguiremos haciendo mientras nos guste. Como es ahora. Y nada, ya contamos con nuestro propio dominio .com (cortesía de Daniel, el coordinador general) con el que sacamos un nuevo número. En el archivo pueden consultarse los anteriores así como la totalidad de artículos escritos en el periodo de los Spazzblogs.

La banda central es Babasónicos, con un recorrido completo a su discografía e historia. La hizo Vórtice, un chileno que ha hecho un trabajo, creo, sensacional. No sé si exista un medio impreso que sea capaz de dedicar más de 25 mil palabras a una sola banda. Él lo hizo, en uno de los tantos ejemplos que distinguen a Spazz de cualquier otra publicación. No uso la palabra "competencia" porque no la tenemos, somos conscientes de que no venimos a quitarle lectores a NME, Cuchara Sónica, Life Box Set ni Pitchfork. Nuestras aspiraciones son otras, con un público reducido pero fiel. Uno que sepa apreciar un lugar en donde, como ahora, pueden convivir en armonía Belle & Sebastian con Genesis, y James Joyce con Daniel Clowes al tiempo que se le da espacio a músicos independientes como Sam Destral. Sin temporalidad, sin estar preocupados por las novedades, simplemente escribiendo sobre aquello que amamos. El trabajo ideal, si me preguntan. Claro, de no ser por la paga...

Dejo el link a las dos colaboraciones que hice esta vez:

Recordando a The Sundays - Un recorrido a la historia de la banda británica en la que se intenta explicar las razones del magnetismo.

Libros y cómics - Pequeñas reseñas de algunas publicaciones que he leído en los últimos días.

***

Si tienen tiempo, echen un vistazo. Corran la voz. Los trabajos de esta naturaleza lo necesitan. Esta nueva edición salió a flote con menos personas de las que se necesitan para cambiar un foco.

lunes, 15 de agosto de 2011

Basta poco para que reaccione


Siendo alguien que se burla de las supersticiones y otras creencias sin fundamento, me duele aceptar que yo también tengo decenas de costumbres y rituales ridículos. Para que se den una idea, una de ellas consiste en poner el ipod en modalidad shuffle en el primer día de clases con la idea de que, la canción que suene cuando ponga un pie dentro de las instalaciones, ya sea de la universidad o de la preparatoria en su tiempo, definirá cómo me irá en el transcurso del ciclo escolar. Esta tradición lleva ya varios años, nació poco después de que me regalaron un reproductor portátil sin que existiera una razón en específico. Sencillamente me pareció un ejercicio entretenido, una manera de vincular aún más la música con mi vida, sin importar que se tratara de un disparate.

Hoy entré a clases. Desde la noche anterior cargué al máximo la pila del ipod para que no se presentara ningún contratiempo. Decidí no prenderlo hasta llegar a mi escuela. Una vez ahí, me armé de valor y seleccioné el apartado de "aleatorio de canciones". El resultado me hizo sonreír. Entre las 5335 opciones (ya no le caben más) la ganadora fue "Some Kinda Love" de The Velvet Underground; algo promisorio comparado con experiencias de años anteriores en las que destacó la presencia de temas poco esperanzadores como "Torture" o "Just Go Away".

¿Será que en este semestre hallaré el amor sincero como pronostica el viejo Lou Reed? ¿Me veré rodeado del cariño de mis compañeros y la simpatía del profesorado? Pensé que sí, hay veces que debes aferrarte a cualquier señal para mantenerte a flote. Durante el verano me concentré para lograr ser un optimista renovado que dejaría la negatividad atrás.

Me dirigí al salón silbando con alegría. Durante el camino procuré saludar a quienes hicieran contacto visual conmigo obteniendo a cambio frialdad. Vi a un maestro a lo lejos e hice un ademán con la mano para que me viera. Parpadeó y se dio la vuelta. Una de las secretarias no respondió a mis buenos días y siguió andando. Una nueva compañera de primer semestre me miró con lo que parecía ser un gesto de repulsión y cerca del final fui rebasado por un grupo de amigos de facebook que no me invitaron a participar en su improvisada tertulia. Vamos, ni repararon en mi presencia.

Esos metros fueron suficientes para que regresara a mi viejo estado de desengaño con la sociedad. Al diablo, ya desde el primer día puedo augurar que este semestre será una basura en la que aprenderé poco y en el que me llevaré una infinidad de disgustos. Cuesta creer que VU se ha equivocado, pero es así. No hay marcha atrás. Que conste que hice un esfuerzo por reconciliarme con la existencia. Lo intenté por cuatro minutos. Más no podía hacer. Regreso al comportamiento habitual.

domingo, 14 de agosto de 2011

La vida es triste


Para personas hurañas como yo, pasar unos días a solas tiene grandes beneficios . En lugar de enumerarlos a continuación, dejaré que su mente haga deducciones por demás obvias, para poder centrar este post en comentar la parte negativa, que es igual de importante y que te hace replantear la idea de que vivir solo es lo mejor que te puede pasar.

Esto podría resumirse a lo que conllevan las labores domésticas. Si no existieran, ahora mismo tomaba mis pertenencias para mudarme al cuarto de azotea penthouse más cercano. Ni hablar, no nací para barrer, trapear ni lavar ropa. Lo lamento, me gustaría ser capaz de hacerlo, pero hay algo en mí, y no sé si se trate de un cromosoma del tipo machista, que me impide mover un dedo en cuanto a estas tareas se refiere. Lo he intentado, claro que sí, con resultados que oscilan entre lo repugnante y lo desastroso. Cocinar, por ejemplo: cuando desafío los pronósticos y me dispongo a preparar algo que supere la dificultad de un sandwich o un cereal con leche, termino por llegar a las lágrimas por la frustración que conlleva percatarse de que una potencial quesadilla ha culminado en una especie de tostada con chicharrón de queso cayendo a los costados.

Sobre la ropa mejor guardo silencio. Durante años he intentado descubrir los misterios que encierra el uso de una lavadora sin apenas descubrir cómo funciona la sagrada ruedita que la controla. Temo que un giro de más provoque que mi guardarropa quede descolorido perdiendo así el distinguido y elegante negro que lo ha hecho célebre entre los miembros de la colonia.

El planchado es un tema complicado. Le tengo miedo desde que en la primaria conocí a un tipo, llamado Arturo, que tenía marcado en el brazo las huellas de una plancha caliente. Él decía que se trató de un "accidente" provocado por saltar en la cama mientras su madre intentaba quitar las arrugas de su camisa. Sus compañeros lo dudábamos, a sabiendas de que tenía un padre violento que los castigaba constantemente a palos, sin que pudiera descartarse el que, en un ataque de cólera, hubiera decidido marcarlo como una res. Después de todo era un hombre de campo —con sombrero las 24 horas del día— que parecía tener en baja estima a su pobre vástago. Ante el vértigo provocado por imaginar a mi delicada piel con una cicatriz marca Oster©, prefiero evitar riesgos y salgo a la calle con prendas con aspecto de papel corrugado.

Respecto a los trastes, no tengo mayor problema. Mi récord de 7 años sin lavar uno se mantiene intacto. La clave está en comprar una cantidad suficiente de platos y vasos desechables. Así se matan dos pájaros de un tiro: por una parte se contribuye al deterioro del planeta (que alberga a seres lamentables), y por el otro, te ahorra el desgaste que implica estar frotando artículos de porcelana. Perfecto, si me preguntan. Hoy, sin embargo, experimenté un suceso lamentable.

Hasta ahora no se han inventado (y los hombres de negocios deberían tomar nota) las licuadoras de unicel. En pleno 2011, todavía seguimos recurriendo al plástico, acero y vidrio como materiales indispensables a la hora de cortar alimentos. Una vergüenza, como puede verse. En especial cuando se presentan casos que parten el corazón como el de un pobre joven de 22 años que no puede dormir sin antes tomarse su licuado.

Ahí estoy, después del primer día, viéndome obligado a lavar la licuadora para poder cenar. Al principio la tarea parecía sencilla, tenía herramientas calificadas en la materia, como una esponja bicolor y jabón líquido de color chillante. Me negué usar los guantes por cuestiones estéticas. El azul celeste nunca me ha ido y esta no era la excepción. Además no eran de mi talla, al probarlos me apretaban, tuve que acceder a que mis manos tuvieran contacto con sustancias que les restarían tersura. La parte complicada llegó con las aspas. Un descuido y te rebanan el meñique. Al mismo tiempo debes procurar ser lo suficientemente enérgico para eliminar cualquier rastro del uso anterior que desembocaría en una bebida con partículas echadas a perder que, en el mejor de los panoramas, arruinarían el sabor, y en el peor, forzarían a una visita al médico por persistentes dolores abdominales.

Una vez sobrepasadas las aspas, la limpieza del vaso contenedor fue rápida. La licuadora quedó reluciente. Por primera vez en semanas sentí algo de amor propio. Abrí el refrigerador para celebrar con un poco de jugo de arándano. Una vez terminado el brindis, procedí al paso del secado. Ante la ausencia de trapos y servilletas, recurrí a un rollo de papel higiénico con aromas frutales que se encontraba cerca.

Fui poniendo sobre la mesa los ingredientes del brebaje: granola, leche, plátanos y almendras. Joé, contra los pronósticos lo había logrado. Superé mis reticencias laborales y ahora ahí estaba, a punto de empezar la mezcla.

Acontecimiento que se vio interrumpido con la caída del vaso al suelo.

Una maniobra mal dirigida provocó el trágico desenlace. Todavía alcancé a meter el pie (descalzo) para amortiguar el golpe. Mis dedos quedaron amoratados, pero al menos puedo decir que evité la rotura completa del vaso que, aunque perdió el asa, conservó el resto de su estructura intacta salvo por una grieta-fuga que pude subsanar con algo de cinta adhesiva.

El licuado llevaba el sabor amargo de la derrota. Amigos, el mundo es cruel e injusto, deben saberlo desde ahora. Pero no hay que dejarse vencer. El fracaso es muy poca cosa, hay que seguir adelante por puro orgullo. Tienes que tomar la bebida sin importar cuán terrible sea su sabor. Frente al resto finge que está delicioso. No permitas que nadie te vea tirado en la banqueta. Continúa. Pelea. Sigue tomando. Haz que los demás envidien la basura que tragas a diario. Sonríe, demuestra que tienes algo que los demás no. Ya lo sabía Hank cuando decía que hay que atravesar el fuego. Eso es la vida. Seguir adelante. Con quemaduras de tercer grado. Con las ilusiones rotas. Con la mente en negro. Con el corazón destrozado. Que tus tragedias sean motivo de júbilo. Acostúmbrate a los tropiezos. Búrlate de las victorias. Solo dale importancia al retrete. Mantenlo limpio. Sal y sonríe con tus dientes rotos, con tu boca seca, con el dolor de tus labios golpeados. Adopta una cebolla. Obsequia algo a la anciana de tu vecina. Despréndete de lo que no uses en este segundo. No necesitas de lo que piensas. Llora y llora. Sonríe y sonríe. Ganas cada que respiras. Y mueve el trasero, no te quedes aquí conmigo.

jueves, 11 de agosto de 2011

Lo frío y plano de tus mejillas

Fui a inscribirme en la universidad. El trámite es odioso por donde se le mire. Lo tienes que hacer cada año. Llenar las mismas formas que has entregado ya en varias ocasiones, por aquella posibilidad de que tu padre haya cambiado de nombre, o de que recuerdes tu edad verdadera. Yo estaba pasando unas vacaciones agradables. Por peores que éstas sean, siempre superarán al mejor día de clases.La mayor parte del tiempo considero que ser un alumno es algo indigno. El hacer tareas y trabajos de a gratis para, al final de mes, recibir una calificación. El que lo deteste no significa que sea, hasta cierto punto, necesario. Quisiera ser uno de esos tipos que no estudiaron una licenciatura y que, sin embargo, triunfaron en la vida. Admiro a una gran cantidad de figuras que lo lograron. Yo no creo poder. Soy de los que necesitan apegarse a las normas, ante la falta de fortuna generalizada. Sé que no estoy aprendiendo lo suficiente. Que podría adquirir más habilidades y conocimientos con una lista de libros específicos o trabajando. Da igual, si no obtengo un título seré discriminado por los empleadores encargados de fichar jóvenes. Das mala espina si no te machacaste un mínimo de cuatro años en una universidad. En automático pasas por un ser flojo, aunque no lo seas y aunque los salones estén compuestos, principalmente, estudiantes que platican o duermen. Así que te rindes. Le das la razón al sistema, te inscribes. De pronto llevas dos años en una carrera que ofrece pocas satisfacciones, al menos en lo que a ti respecta. Hay individuos que hicieron la a elección correcta. Ahora están contentos y se abrazan en el día de la inscripción. Mientras los veo pienso que no soy un tipo de abrazos. Promedio unos siete al año. Tres de ellos corresponden a los que doy en navidad a integrantes de mi familia. Podrían ser cuatro, pero hay un familiar al que no he abrazado ni besado en más de ocho años. No le veo la necesidad. Si hubiera frío podría tomarlo como una medida para aumentar la temperatura corporal de manera inmediata y gratuita. Igual no le veo nada de malo si quieres a la otra persona. Me parece exagerado solo cuando se da por inercia. Se ha perdido el respeto por los abrazos y besos en la mejilla. Ya se les da a cualquiera. Estamos necesitados de amor y aprovechamos cualquier oportunidad para recibirlo y ofrecerlo. Bué, yo no. Procuro no hacerlo. No saludo de beso a alguien que acabo de conocer. Qué carajos, ¿por qué hay muchachas que sí lo hacen? Es común que lo hagan a diario. Van y saludan efusivamente a alguien que vieron AYER y al que verán mañana, pasado y dentro de una semana. Es posible que esta clase de reflexiones afecten de alguna manera. Debo entender que no se puede vivir al margen de las normas sociales. Tienes que ceder, adaptarte. O te vuelves loco. Temo estar convirtiéndome en uno. En fechas recientes he manifestado comportamientos preocupantes. Uno de ellos, y pasa desde hace dos meses, es el de hablar con el espejo. Es una cosa que me sorprende a mí mismo, porque no lo planeo ni mucho menos. Unas tres veces a la semana ocurre: sin darme cuenta, reacciono para notar que estoy frente al espejo del baño diciendo barbaridades:

—¿Cómo vas por allá? Acá todo sigue igual. Personas, animales, objetos. Los segundos quieren a los primeros. Los primeros quieren a los terceros y, en ocasiones, a los segundos. Los primeros conocen a los primeros. A veces se quieren, a veces no. Tú debes ser un primero, o un tercero. Aún no lo tengo tan claro. Ahora me observas, no sé si me escuches. Yo lo hago, te lo juro. Si evito tocarte es para olvidar algo: lo frío y plano de tus mejillas.

Empiezo a divagar. Este escrito era para hablar de la inscripción a la universidad. Quería contar que tuve complicaciones a la hora de armar el horario. Había un menú de materias que me confundió al máximo. Las hallé irreconocibles. No podía recordar cuáles de ellas ya había cursado y cuáles no. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, a las autoridades de mi escuela les gusta poner nombres rebuscados a las materias. Hay una llamada Paradigma Social de Redes (¿?) Qué cojones. De cualquier forma no recordaba si en los cuatro semestres anteriores había pasado por ella. Tuve que remover papeles para encontrar el kardex gracias al cual descubrí que no, que aún no la he llevado. Una lástima porque no me atrae en lo más mínimo, en gran medida por tener un título rimbombante.

Gran parte de las asignaturas me parecen iguales. Una vez dentro solo las distingo por la cara de los profesores o por los compañeros que tengo a un lado. Me dejan exactamente lo mismo. Una masa grande de pérdidas. Es algo que no les comento porque se sienten especiales. Hay cosas con las que puedes conversar. Una materia no es una de ellas. Queda el consuelo de los espejos.

lunes, 8 de agosto de 2011

De cómo terminé durmiendo con la luz encendida


Alguien me dijo una vez que para dormir bastaba con cerrar los ojos y quedarse quieto. Mentira. Ya desde los diez años he tenido dificultades para conciliar el sueño, al parecer las instrucciones que me dieron eran, por decir lo menos, insuficientes. El ritual se repetía a diario, apenas daban las diez de la noche, me ponía la pijama e intentaba hacer lo que aquella voz me dijera tiempo atrás: cerrar los ojos y quedarme quieto. La mala noticia es que eso no funcionaba. Era común que dieran las once y las doce sin que lograra mi cometido. Tal vez se debiera a que estaba forzando la situación: la relajación era sustituida por una obligación, la de dormir. Estuve así un largo periodo hasta que llegó el punto en que me di cuenta de que era una pérdida de tiempo el estar una o dos horas sin hacer nada, con los ojos cerrados. Comencé una nueva estrategia. Opté por irme a la cama hasta las 12, una acto revolucionario si tomamos como referencia que según supe en los recreos los compañeros de la escuela se iban a la cama, como máximo, a las 10 y media de la noche.

Tampoco funcionó. Hubo noches en las que terminé por dormir hasta las dos y media de la mañana. La clave no recaía en las dos horas sobrantes, sino en la forma en que decidí enfrentar a la almohada. Pronto caí en cuenta de que dejar la televisión prendida a bajo volumen era relajante, de modo que, cada noche, la dejaba prendida, y la miraba hasta que, sin notarlo, me dormía.

Sin ser consciente de ello, a partir de entonces se desarrolló una manía mutable que hasta la fecha me impide dormir si no cumplo una serie de requisitos para merecerlo. Lo de la tele duró algunos meses para ser sustituido por la radio. Llegó el punto (y miren que lo intenté) en que no conseguía dormir a menos de que tuviera sintonizada alguna estación a bajo volumen cerca del oído. En días de fortuna solo requería de 45 minutos para caer rendido. A veces una hora, la noticia positiva es que con la compañía de un fondo musical ya no era un proceso tortuoso. Pronto la dificultad para encontrar estaciones con repertorio decente me llevó a pasar a la etapa del discman. A diario seleccionaba un álbum, preferentemente de algo tranquilo, y antes de que terminara de escucharlo perdía el conocimiento. Gracias a esto —amén de la leve deformación del pabellón auricular— hay discos a los que conozco a la perfección por sus primeras 8 canciones, pero que con temas finales con los que estoy poco familiarizado.

Respecto a la postura, soy del equipo fetal. Siempre apoyándome del lado derecho. Llevo años sin poder dormir de otra forma. No por nada una mitad de mi rostro está más aplastado que el otro. Además, sin importar que nos encontremos en la peor canícula en décadas, debo hacerlo cubierto de una cobija. Esto, por lo que sé, es bastante común. Debe ser porque nos sentimos vulnerables cuando tenemos los ojos cerrados y necesitamos que algo nos "proteja".

Hay otros ejemplos que podría contar (como cuando me acosté con los pies apuntando a la cabecera de la cama durante un año), sin embargo, y para no aburrir demasiado, me limitaré a decir el último de todos: dormir con la luz encendida. Antes de que se burlen de mí, quiero explicarles algo para que, si lo hacen, lo hagan por las razones correctas y no por creer que le tengo miedo a la obscuridad.

Pasa que antes de dormir, suelo leer. Tarde o temprano llega un plácido momento en el que el ritmo con el que avanzó las páginas disminuye. De pronto empiezo a confundir lo que el autor dice y lo mezclo con lo que parecen ser fases previas del sueño. Todavía, si me lo propusiera sería capaz, de ponerme de pie para ir a apagar la luz. Pero la experiencia me ha enseñado que los tres segundos en los que tardó en llegar al interruptor son suficientes para que todo el avance se pierda y tenga que empezar de nuevo el proceso de intentar dormir.

He probado con lámparas en el buró obteniendo resultados similares. Comprendí que apagar un foco me quita el sueño, así que he dejado de hacerlo. En la actualidad duermo con la luz prendida y, de vez en cuando, con un libro en la espalda. Lo bueno es que ya dejé atrás lo de la botella de plástico. Lo logré al descubrir que podría recostarme con los brazos cruzados.

sábado, 6 de agosto de 2011

Queja para Cinépolis


Después de aguantar por varios meses, apenas antier me animé a dejar una queja en el Cinépolis que visité. El motivo principal era un detalle que creo no ha recibido la atención merecida por parte de los administradores esta cadena, y que, tristemente, tampoco parece ser prioridad para la clientela que por la prisa que supone agarrar un lugar atractivo en la sala, la pasa por alto. Cansado de nadie alzara la voz, comprendí que dejar correr el tiempo no serviría de nada, Cinépolis no enmendaría su error hasta que surgiera un héroe que manifestara la inconformidad en representación del resto del pueblo. Como nadie lo hacía, sin otra alternativa, tuve que hacerlo yo. Transcribo la nota que dejé en donde expongo mi descontento:

A quien corresponda:

Pido de favor, al empleado de limpieza que haya encontrado este papel sobre la mesa, que lo haga llegar al gerente de esta sucursal. Lamento no haber podido realizarlo personalmente, pero la película está por empezar y no sé dónde están ubicadas las oficinas dentro de estas instalaciones. Aprovecho de una vez, para sugerir que la parte administrativa del recinto tenga una relación más cercana con los clientes. Aparte de la plantilla ataviada con camisetas y gorras azules, deberían destinar a uno o dos sujetos para labores de atención personalizada. Pareciera que en este lugar nadie te dirige la palabra a menos de que compres algo. Se echa de menos a un anfitrión, alguien, aunque sea un guardia de seguridad, que reciba a la entrada con un cordial "bienvenidos". Ya dentro, entraría en acción el anfitrión que les digo. De preferencia debería ir vestido con elegancia. Traje y corbata en caso de ser hombre y de saco y falda corta en caso de ser mujer. La función principal de estas figuras sería la de acercarse a quienes se encontraran con aspecto de confusión para orientarlos en diversos temas, como el de la recomendación de una película, señalamientos para llegar a los baños e indicaciones para disfrutar de las golosinas que tienen la amabilidad de vender a precios desorbitados. Mi queja está relacionada con este último apartado, aunque no directamente con los precios. Pasaré a ello dentro de unas líneas. Antes me gustaría comentar algo más. Quiero que sepan que, de cierta forma, los entiendo. A diario deben de recibir cientos de quejas debido a, entre otras razones, al alto costo de boletos y snacks; la excesiva carga de anuncios que ponen en pantalla antes de una función; y a la pobre calidad de sus alfombras. Quiero que sepan algo: la mayoría de quienes les reclaman harían exactamente lo mismo si estuvieran en su lugar. Comprendo que en tiempos como éste (y en cualquier otro) se debe sacar el mayor beneficio posible, y así como el cliente debe luchar por sus intereses, las empresas deben definir su comportamiento tomando como base lo que les traiga mejores beneficios. Lo uno no debe estar necesariamente peleado con lo otro. Pero mientras ustedes vean que la gente sigue acudiendo con ustedes a raudales, no hay necesidad de modificar mucho. Si las condiciones del servicio fueran en verdad desastrozas, no se verían las largas filas en taquillas ni la sobrepoblación de clientes que suele haber a media semana así como en los viernes, sábados y domingos. Dicho esto, hay un punto en el que considero podrían mejorar. Se trata de un detalle importantísmo que vulnera de manera notable el prestigio de la compañía para la que usted y sus compañeros laboran. Si no modifican lo que a continuación les indico, eventualmente irán perdiendo clientela hasta terminar en la quiebra. Piensen en sus familias y en las carreras universitarias de sus hijos que podrían verse truncadas si no empiezan a actuar ahora mismo. El motivo de la alarma; a lo que me he querido referir desde el inicio de esta misiva, lo digo de una vez ya, es a una situación relacionada con los contenedores de salsa picante que hay dentro de cada una de las sucursales de Cinépolis. Del sabor y textura de la salsa no me quejo: ignoro de qué marca se trate, pero tiene la consistencia y el sabor requerido en un lugar de prestigio. Miles de veces me he enfrentado a menjurjes rebajados con agua que se hacen pasar por salsa o catsup con tal de reducir costos. Es de agradecerse que ustedes se abstengan de semejantes medidas, lo cual les da otra categoría: un nivel inalcanzable para los puestos callejeros. No conformes con eso, son generosos con las porciones: puedes servirte todos los condimentos que quieras. Tomando en cuenta que el costo los alimentos es alto es lo menos que podría esperarse. Lo celebro de cualquier forma, porque teniendo la posibilidad de dar sobrecitos o de limitar los mililitros y gramos (por los chiles jalapeños, jitomate y cebolla) por porción, dejan esto a consideración del consumidor, que dicho sea de paso, no se excede. Es raro encontrar a individuos que abusen de estas libertades, podría decirse que en este rubro somos tan civilizados como las sociedades europeas. Si lográramos extrapolar el comportamiento que tenemos en este sitio a otros aspectos de nuestra vida, la convivencia entre semejantes sería plácida y tranquila. No habría, de hecho, un solo problema con la violación constante que existe de la regla comercial del "tome uno". La mayoría cuando ve algo gratis no "toma uno", por el contrario agarra todo lo que puede sin importar si lo necesite o no. En Cinépolis no pasa, deberíamos felicitarnos mutuamente por ello. En fin, me desvío del tema. Hablaba de los CONTENEDORES de salsa, paso a describir las razones de mi disgusto:

Ustedes, o los trabajadores de menor rango, se encargan a rellenar estos botes metálicos con salsa. Luego ponen una tapa extraña que tiene una boquilla larga que se activa con un botón. Cuando se hace, el contenido empieza a salir por ese especie de popote largo hasta depositarse en lo que se ponga debajo de él. Lo usual es poner ahí la caja con palomitas. Como el popote es fijo, tienes que mover tu refrigerio hasta que las zonas deseadas alcancen a ser rociadas por el picante expulsado. Ahora bien, la queja es la siguiente: el popote está mal diseñado; la barra metálica no es de la dimensión adecuada para alcanzar el centro del bote de las palomitas tamaño grande (tampoco funciona con las medianas, según me enteré hoy). Le faltan, calculo, dos o tres centímetros para lograrlo. Una alternativa es inclinar el contenido de tus alimentos antes de realizar el proceso, algo que conlleva resultados terribles entre los que se destaca la caída a raudales de rosetas de maíz al suelo.

El drama no sería tal si no fuera porque la parte de en medio es una zona estratégica para depositar cualquier condimento. Hay razones culturales detrás. Quien haya comprado un plato botanero lo sabrá, será siempre en el centro donde se ubique el hueco para depositar el dip o aderezo, como gusten llamarle. Así ha sido durante años. Nuestro cerebro está condicionado para depender de que la zona central esté ocupada por fluidos saborizados. Cuando no es así, de manera inconsciente se empieza a manifestar una especie de ansiedad que deriva en comportamientos perjudiciales. No es de extrañar que dentro de las salas la gente transforme su actitud positiva convirtiéndose en seres salvajes de la peor calaña. Dejando de lado cuestiones de educación, la razón principal por la que hay imbéciles hablando en medio de la película, es la ansiedad de la que hablo, un efecto que dura cerca de hora y media, lo mismo que una proyección promedio. Al salir, el estado regresa a la normalidad, por desgracia el daño ya está hecho sin que nadie se entere de que, en el fondo, la culpa ha sido por el sistema de irrigación picante con el ustedes cuentan en la actualidad. Dejo la recomendación. Deseo de todo corazón que esto llegue a las manos adecuadas antes de que ocurra una desgracia. No consideraría un disparate que entregaran este mensaje, con carácter de urgente, al señor Enrique Ramírez Villalón, presidente de la que, por lo demás, es la cadena más importante de cines en nuestro país. Estoy dispuesto a reunirme con él si fuese necesario reforzar los puntos en un ambiente íntimo, sería cosa de ver si nuestras agendas coinciden. Adjunto mi número de teléfono y una dirección en caso de que quieran enviar cupones de descuento.

Se despide, con afecto,

Bigmaud.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Lo que odio de los taxis


Tengo una especie de fobia a los taxis. El asunto de permitir que alguien más conduzca el destino de tu vida me aterra, ya de por sí. Si a eso sumamos el que al abordar uno estás en una situación uno vs. uno en la que llevas las de perder, mal vamos. En el terreno del transporte público me quedo, de lejos, con los autobuses. Aclaro que esto no significa que me gusten, al contrario, los encuentro carentes de comodidad y repletos de sujetos que preferiría ver de protagonistas en una película donde se den MUCHOS asesinatos. Digamos, simplemente que entre ser atracado en compañía y hacerlo en solitario, me quedo con lo primero. Rodeado de otros personajes siempre cabe la posibilidad de que haya un héroe que quite el arma al asaltante o que haga una maniobra que salve la vida de los presentes. En un taxi no, estás tú contra un conductor, uno que, acaso, cuente con antecedentes en materia de descuartizamientos humanos.

El otro día abordé uno con dirección a la central de autobuses. Estos fueron algunos de los pensamientos que pasaron por mi cabeza durante el trayecto:

Qué extraño, el hombre éste me preguntó con qué billete pagaría dizque para ver si "traía cambio". Tal vez subestime mi inteligencia y esté, en realidad, haciendo un cálculo de cuánto podría embolsarse si me roba la cartera. Alcancé a notarlo, y rápido mostré mi astucia, le dije: tengo uno de $200. Así doy la impresión de ser un tipo normal que no tiene billetes de mil pesos para repartir entre los maleantes de la ciudad. Ahora bien, cuando le dije que iba a la central camionera hizo una mueca extraña. Debe pensar que, además del billete de 200, llevo cantidad suficiente para comprar un boleto de ida, uno de regreso y suficiente para pagar otro taxi una vez que llegue a mi destino. Haciendo cálculos puede adivinar que llevo, por lo menos, 1,500 pesos. Antes de abordarlo me dijo que me cobraría $120. La lógica indica que alguien sin escrúpulos, como él aparenta ser, prefiere obtener, al final de la velada, $1500 sobre los tristes $120 que se puede llevar con un trabajo honrado. Aun así, tal vez esa cantidad le parezca mínima si se pone a pensar lo que podría sacar si me secuestra. Ya sé, voy a hacer un comentario inocente para que esa idea sea desechada por su mente: —Qué calor hace, ¿no? Ah, por cierto, mis padres no me quieren.

Excelente. Mis palabras parecieron confundirlo. Incluso exclamó un "¿disculpe", como dando a entender que había tirado por la borda los planes que tenía para extorsionar a mi familia. Lo malo es que ahora que sabe que mis padres no pagarían un rescate, queda otra opción: que secuestre para vender mis órganos. Oh, dios santo, eso es mucho peor. —Nada, era un chiste, señor—le dije. Ok, puede que me secuestre, es mejor que vaya pensando qué haré cuando esto suceda. Si me dejan por las noches vigilado por un muchachillo, empezaré a persuadirlo contándole de las grandes ventajas que tiene vivir dentro de la ley. Le suplicaré que me deje ir, que tengo dinero suficiente para dárselo únicamente a él, que no tendrá que repartir el botín con el resto de la pandilla. Es más, le diré: "escapa conmigo, ojos azules". Hagamos una nueva vida, recorramos el país con otra identidad, ayudemos a quienes lo necesiten. Convirtámonos en héroes anónimos.

Detesto no conocer el nombre de las calles y avenidas de este lugar. Ignoro cuáles se deben tomar para llegar a la central. Si las supiera, podría darme cuenta de si el hombre está tomando una ruta que conduce a un lugar diferente a donde le ordené. Qué tristeza tener que esperar hasta el final para saber si estoy siendo secuestrado. De no ser así podría abrir la puerta y saltar con el auto en movimiento. La rotura de una decena de huesos no puede compararse a la de ser alimentado por meses a base de yogures y emparedados de jamón corriente. Hace rato, cuando me preguntó: "¿Me voy por el viaducto, joven?" contesté que sí, sin tener idea de a dónde diablos conduce el viaducto. Tal vez se trató de una prueba: el maldito ya notó que no conozco el lugar donde nos encontramos, para ponerlo a prueba hizo la pregunta. Debí responder que no, decir algo así cómo: "no, ya sabe cómo se pone a estas horas el tránsito por ahí, mejor tomemos otra ruta. Se lo digo porque soy un experto que pasa a menudo por el viaducto ". De ese modo habría dado la impresión de ser un alguien enterado, alguien que no puede ser sorprendido con facilidad. Enseguida, él pudo decir que no me preocupara, que era la ruta rápida en situaciones como la mía, entonces sí, una vez aclarado mi (falso) conocimiento urbano, podría darle una respuesta afirmativa agregando un elegante "como usted diga, buen hombre, estoy en sus manos". Si logro caerle simpático desistirá de su macabro plan. Después de todo, es un taxi de sitio y no debe ser poca cosa privar a un joven su libertad. Podría meterse en un gran lío... UN MOMENTO...¿DÓNDE CARAJOS ESTÁ SU IDENTIFICACIÓN? OH NO, NO TIENE LA TARJETA ES QUE LOS TAXISTAS DEBEN TENER EN EL ESPEJO RETROVISOR. ES UN TAXI PIRATA. YA DECÍA YO QUE ESTE INDIVIDUO NO PARECÍA CONFIABLE. AY, NO, VOY A MORIR.

Ya sé. Le tomaré una foto con mi celular para que cuando encuentren lo que reste de mi cadáver, sepan quién fue el autor de este espantoso crimen. Lo haré discretamente, con cuidado. Lo he logrado. Lamento no tener un móvil con conexión a internet para enviar la captura que hice. El lamentable final que tendré se debe a la tacañería de mi padre que jamás se dignó a comprar un iphone con plan de datos ilimitado. Quedará en su conciencia. Adiós para siempre, mundo cruel.

Minutos después llegamos a la central de autobuses. El conductor me dio las gracias. —Fue un gusto servirle, joven —dijo. Respondí con una sonrisa. Le pagué. Abandoné el vehículo pensando en la camisa de mangas largas que llevaba, ¿estaría ocultando un tatuaje diabólico?