Finalmente quejarme de la sopa de fideo trajo sus consecuencias. La deidad del Tallarín me lanzó una maldición provocando que por primera vez me quedara afuera de casa sin poder entrar.
Me había tocado ver en películas la típica escena en donde el protagonista cierra la puerta de su casa con las llaves adentro. Visto a distancia es algo medio gracioso (porque ni tanto), aunque en primera persona resulta terriblemente molesto (muy tanto). Todo pasó cuando decidí ir a la tienda por unas Halls sin más motivo que apoyar a la industria de los caramelos sabor miel con limón con un aporte de casi cuatro pesos. Al salir dejé "emparejada" la puerta porque no tenía planes de entretenerme mucho recorriendo una distancia no mayor a cuarenta metros. Y en efecto, el trayecto lo realicé en un abrir y cerrar de puertas automáticas. Desgraciadamente resultó que las Halls (de cualquier sabor) se encontraban agotadas. Emprendí la vuelta a casa con mis cuatro pesos pensando que un establecimiento donde no venden Halls no merece llamarse tiendita de la esquina.
Al llegar me encontré con la mala noticia : La puerta que dejé emparejada había tomado la decisión de cerrarse. Maldita sea. No había nadie adentro que pudiera abrir a excepción de un candelabro con el que no me hablo. Empecé a barajar las opciones que tenía. La principal era llamar por teléfono para que me trajeran las llaves, idea brillante sin fallo que me serviría de no ser porque no llevaba un celular en el bolsillo. También podía intentar darle palmadas a la puerta hasta derrumbarla pero me acababa de cortar las uñas así que no era conveniente llevarla a cabo. Descartadas esas, me vino a la mente preguntarle a la vecina si había un túnel secreto que conectara nuestras viviendas, lo intenté con un resultado que prolongó mi racha de mala suerte: toqué el timbre y no estaba.
Como suele ocurrir en estos casos llega un factor importante: empiezan a dar ganas de ir al baño. Desesperado intenté improvisar una llave con una rama y un popote que estaba tirado. Siguiendo el ejemplo de las anteriores ideas, ésta tampoco funcionó por lo que llegó el momento de afrontar el problema y hacer lo que había estado rondado en mi cabeza desde el principio aunque no lo quisiera admitir. Eso era, SALTARME LA BARDA. Me dispuse a seguir los pasos de mi querida Yelena Isinbayeva, sin de garrocha, eso sí.
Y sin de gloria tampoco.
Sólo logré rasparme mi bello brazo y darme cuenta de que duermo en una prisión de máxima seguridad con forma de casa (ventanas con barrotes incluídos). No me quedó más que resignarme y esperar en la entrada a que a alguien regresara para comer. Tras diez minutos de espera sucedió, entonces di gracias al hambre.
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