viernes, 25 de mayo de 2012

Un bolígrafo con tinta amarilla


A menudo encuentro una situación interesante. Tengo ideas que caducan en unos segundos. Después de ese tipo están echadas a perder: se les empieza a borrar el encanto o dejan de parecerme válidas. Casi siempre es así. Lo que en un momento me parece brillante, de inmediato se transforma en una vergüenza merecedora de morir apaleada. He llegado a pensar que ese segundo juicio es injusto. Soy demasiado duro conmigo mismo, me digo. No es posible dar un cambio tan dramático en apenas un instante. Son problemas de ánimo, solo eso.

Que sea consciente de ello no cambia el panorama. Sigo con lo mismo, desecho ideas que pudieron ser extraordinarias un segundo atrás. 

Esto se vuelve un problema a la hora de escribir. Durante el día pueden surgir una docena de temas que jamás terminarán por ejecutarse. En gran medida hay una razón importante: no tengo donde apuntarlas. Si no las apunto, caducan, dejan de parecerme decentes.

Digamos que estoy caminando rumbo a la escuela cuando de pronto pienso en la historia de un par de hombres que encuentran una casa donde hay una venta de garage. Impulsado por la curiosidad, uno de ellos entra a una de las habitaciones del lugar, en donde ve a una mujer dormida en el suelo. Hay una cama a su lado. Del otro lado, su compañero compra un juego de tazas. Son horribles, las compra porque le sale barato. Los preciosos bajos pueden vencer a ciertas necesidades y gustos.

Es una idea base. Tengo en mente el final y cómo desarrollarlo. Sé lo que ocurrirá a los protagonistas Pienso que puedo escribir un cuento. No traigo una libreta para anotarlo. Lo haré cuando regrese a casa.

Llego a la escuela y paso una hora o dos ahí. Salgo del lugar y luego de un pequeño trayecto estoy de nuevo en mi cuarto. Enciendo la computadora. Espero a que los programas carguen e inicio el navegador de internet. Un chispazo me recuerda sobre la historia de los dos hombres. Antes de abrir el procesador de texto pienso en lo malo de la idea. ¿Cómo se me pudo ocurrir que valía la pena? ¿Cómo es que algo así me pareció considerable? El hecho es que lo hizo. No muchos minutos atrás tenía una opinión opuesta. No puedo dejar de pensar dónde estuvo el cambio. Tampoco sé si hago lo correcto. Tal vez sea mejor dejarse llevar por la inercia. Crear sin reparar en la calidad. Puede que pasados los días recapacite y vuelva a respetar lo que ahora desprecio, con la ventaja añadida de que tendré un producto sobre el cuál decidir. Cuando te frenas no tienes nada, excepto por una falsa seguridad que sirve menos que un bolígrafo con tinta amarilla.

La solución es escribir de inmediato, antes de que la amargura o el pesimismo salgan a regañar. Llenan de angustia. De pronto viene alguna idea y corro como desesperado buscando una pluma. No hay tiempo para encender la computadora. Sé que ese minuto y medio que tarda en arrancar es suficiente para que pierda el brío.

Encuentro la pluma. Ahora, genio, necesitas un papel sobre donde utilizarla. Ahí cobra su justa dimensión el desastre en el que se ha convertido el lugar en donde acostumbro dormir. Tardo en encontrar las cosas. La crisis es tal que pienso en anotar en mi antebrazo. Lo descarto en automático. No es para tanto. Oh, mira ahí el primer síntoma de desencanto. Sí, debo tranquilizarme. ¿Por qué tanto alboroto? ¿Por la historia de un vendedor de teléfonos? ¿A quién podría gustarle? ¿Quién podría leerla de cualquier modo? Es cierto. Mejor prendo la computadora. Iré al baño mientras. Ya no recuerdo qué iba a decir.