jueves, 22 de marzo de 2012

Los audífonos aumentan mi amabilidad

Hoy me sucedió una cosa terrible. De hecho, puede que haya sido ayer, o antier. Ya no recuerdo. Todos los días son iguales, con mañanas y noches que terminan confundiéndolo a uno.

Supe que un maestro no daría su clase por algún compromiso (las clases no lo son: es lo que lo profesores hacen en sus tiempos libres) por lo que decidí regresar a casa. Traía mi iPod en el bolsillo derecho del pantalón, el mejor lugar que podía darle cuando mis manos estaban ocupadas.

Intenté salir del edificio y me desesperé al ver que la puerta de entrada (que es la misma que de salida) estaba infestada de personas. Platicaban al parecer, eligiendo el peor lugar posible para hacerlo. Estorbaban de fea forma. Repentinamente desee que hubiera un incendio y que una estampida de alumnos los arrollara en busca de sobrevivir.

Regresé de la fantasía. Perder tiempo es malísimo para los nervios. Más cuando eres de los que, como yo, no quieren pasar un segundo más allá del estrictamente necesario dentro de un centro de estudios. No tuve otra alternativa que avanzar y exponerme a un posible roce de piel con alguno de los personajes que mantenían una tertulia improvisada al frente mío.

El principio fue complicado, no quise que alguno de ellos me ensuciara con sus manos o, peor, que me hicieran partícipe de dicho encuentro. Seguí adelante sin pensar mucho hasta que, en la puerta de salida (que es la misma que de entrada), llegó la prueba máxima: un muchacho que posaba a sus anchas con los brazos apoyados en la cintura.

Aquí alguno podrá pensar: "debiste decirle algo"; en efecto, era una opción. Pasa que evito al máximo usar mi voz con desconocidos. Decirle a alguien "con permiso, por favor" me parece humillante cuando la culpa es suya por andar tomando el fresco en zonas geográficas inapropiadas. La otra alternativa, la del "quítate", es demasiado agresiva para alguien de mi dulzura. Lo único que me quedaba era avanzar y avanzar cual cabra desorientada, lo mismo que cualquiera con los sentidos bien ajustados hubiera hecho.

Lo único no contemplé eran los riesgos a los que me sometía. De pronto sentí un ligero jalón cercano a las piernas. No era otra cosa que mis audífonos quedándose atorados en una parte de la puerta. Mi huida fue tan rápida que al reaccionar ya habían quedado tirados en el suelo. Estuve al borde del llanto al notar que el audífono dedicado al oído derecho se había desprendido del cuerpo quedando así inservible para siempre.

En pocos segundos recordé el tiempo por el que me acompañaron. Las caminatas que hicieron menos aburridas, los días de ejercicio, las grandes melodías que interpretaron, el engorro que provocaba desenredarlos e incluso el dolor naciente por su uso prolongado.

Levanté a mi viejo compañero y lo saqué de ahí. El asunto era de una importancia mayor a la que podía percibirse a simple vista. Pocos saben que, por ejemplo, los audífonos me hacen más amable.

Ustedes pensarán, ¿eso qué tiene que ver? Hacen lo correcto, los especialistas aconsejan cuestionar cualquier cosa que se lea, sin importar que sea un triste blog.

La explicación es sencilla: la paranoia de los audífonos.

Sí. Cuando los traigo puestos a un alto volumen temo no escuchar a alguien que me esté hablando. Puede que lo hagan varios o ninguno. Aun así sospecho de todos. Soy educado, así que me partiría el corazón saber que un chico o una chica me han saludado sin que les pueda dar respuesta. Y como no estoy dispuesto a bajarle a la música, opto por empezar a darle los buenos días a todo el mundo.

Apenas alguien pasa a lado mío, le digo:

—¡Buenos días!

En otras ocasiones utilizo el:

—¡Que tenga un buen día!

Ya cuando ando atrevido, llego al extremo de decir:

—Hola, ¿qué tal?

Si llegan a darme una respuesta, no la escucho. Da lo mismo, porque para entonces he demostrado ya lo cortés y caballeroso que soy. Me adelanto a los imprevistos. Saludo antes de que ellos puedan hacerlo y así me libro de las dudas que la paranoia de los audífonos acarrea.

El sistema quedará atrás hasta que compre unos nuevos auriculares. Por ahora mi amabilidad se verá comprometida. Solo podré saludar a aquellos que me saluden antes o que hagan contacto visual conmigo. A los que sí de plano tendré que ignorar será a los que estorban en los pasillos...

domingo, 11 de marzo de 2012

No tengo éxito


Aviento un vaso por la ventana porque no tengo éxito. Quiero que los vecinos se enteren. Tal vez así manden a uno de sus hijos a preguntar cómo me encuentro. Podré decirles que no tengo éxito, que estoy preocupado por el estado del clima. He estado viendo pájaros venir a esta casa. Se han robado el periódico donde antes escribía tus cartas. Ocurre lo contrario. Los vecinos llaman a la policía que llega a preguntar por el vaso. Les digo que se ha roto, les ofrezco otros. No los quieren. Junto los pedazos para pegarlos. Formo un cenicero y nadie fuma salvo para posar en las fotos de perfil donde salen echando el humo. Salen con mucho estilo, tienen éxito en ello mientras yo pienso si he debido trabajar en una fábrica de servilletas donde no exista mucho que pensar. Estoy en casa, sin embargo. He tenido el placer de mirar al piso. Nadie hace caso en estos días por lo que callo. Dime dónde estás. Quema tus libros, nunca los has leído de cualquier forma. Dile al doctor del dolor de tu pecho. Te recetará una flor. Dirá: tiene una hermosa sonrisa, solo le falta amor; salga con ella en el camino, dígale a alguien lo mucho que extraña a sus amigos.

Yo estaré mientras tirando platos porque no tengo éxito y quiero dejar de lavarlos.

podrías escribir varios libros con las palabras que no dices


podrías escribir varios libros con las palabras que no dices
las que consideras no aptas para determinado momento
aquellas que callas siempre por no ser adecuadas
creyendo que nadie quieres escucharlas cuando estoy aquí
dispuesto a estar horas contigo así las orejas queden moradas.
deja de callar lo que tu mente grita, no pienses que estos oídos
han perdido el ritmo: han llegado aquí para acompañarte
para saber dónde están los libros antiguos donde salen
las marcas de tus dedos humedecidos con sangre
dime donde están tus palabras, dilas antes de que apaguen
los sentimientos que tanto quieren escucharte
di por favor, no calles. sal de tu pecho por todas partes
piensas que está mal decir lo que sientes a diario
no sabes que mi parte favorita del día llega
cuando tus suspiros por fin se alivian,
eres la estrella de tus secretos, deja que florezcan
dales la oportunidad de brillar en escena
piensas que acaso pueda reír
cómo podría: escucha a los brazos que cruzan tu piel
son los que dirigen la voz interna
-86la quieronm escuchar(((((((((((7////////

martes, 6 de marzo de 2012

Humillado por un asiático


Hay un lugar cercano a casa que puede sacarte de un apuro cuando tienes hambre. Es una taquería como tantas otras que hay en el país. Imposible que te recomiende ir a diario, tu estómago acabaría mal. Te recomiendo que entre una visita y otra dejes pasar al menos seis días. Así lo vas a disfrutar más. No puedes convertir a los deleites en cotidianidad porque perderían un poco de encanto. Te lo digo yo que espero con ansias a que pase una semana para volver a ir. Me lo he impuesto. En ocasiones incluso dejo que pasen dos o tres semanas. No es igual que comerse una saludable ensalada, me entenderás. Lo malo es que creo que tendré que buscar otra taquería. Jamás podré regresar a esta después de lo que pasó el sábado.

Fui solo, se disfruta más así, sin preocupaciones relacionadas con el cilantro en dientes ajenos, sin tener que interrumpir la tragadera por conversaciones intrascendentes de cualquier tipo. Le pedí a la señorita que atiende lo que quería y me dispuse a esperar. A los dos minutos llega un señor japonés. Se llevó mi atención de inmediato. Adoro a los japoneses. Cada que veo uno me emociono. Uno de los grandes pesares de mi vida es jamás haber platicado con alguien de ese país que tanto respeto y admiro. Vi que hablaba muy poco español. Los de ahí tenían complicaciones para entenderle. Pensé en ofrecerme como traductor, luego desistí por una combinación de timidez e incertidumbre sobre si él hablaba inglés o no . Total, guardé silencio y vi cómo se daban a entender entre señas. El hombre, de unos 50 años, pidió 7 tacos. 5 de bisteck y 2 al pastor. Una orden ambiciosa, sin dudas. El consumidor promedio empieza con tres o cuatro y ya después, si se siente insatisfecho, pide más. Con él fue diferente, fue directo al banquete. Qué confianza en sí mismo. ¡Oh, los orientales son tan admirables!

Temí por él, tal vez fuera su primer acercamiento a la gastronomía mexicana. Intenté mandarle un mensaje telepáticamente: cuidado, buen hombre, un taco no es un rollo de sushi que pueda digerirse así como así. Ahora los dos esperábamos. Desesperado vi cómo le servían primero a él. No armé alboroto porque me simpatizaba, entiendo que puede gozar de privilegios, le debemos tanto a su país, ¡lavaría su auto si me lo pidiera! Además no tardaron en pasar mi plato también. Pude avanzar a la etapa de aplicación de limón y sal sobre la carne. Interrumpí el proceso al ver algo extraordinario: el señor japonés empezó a bañar sus alimentos con salsa verde. He visto a gente que solo se sirve unas gotitas, lo natural, hay que tener precauciones. Él no. Tomó la cuchara con plena autoridad como si supiera de que se trataba. Uno de los empleados le hizo la seña de que picaban sin obtener respuesta.

Seguí a lo mío sin perderlo de vista. En cuanto diera la primera mordida resentiría su falta de cuidado, pensé. Mientras tomaba un poco de agua vi que había finalizado su primer taco sin apenas inmutarse. ¿Qué pasa? ¿No se supone que debería estar llorando? ¡La lengua debería estarle ardiendo! La salsa, como había tenido oportunidad de comprobar, no era la más ardiente del siglo, pero distaba de ser jugo de tomate para bebés; yo mismo, que me precio de tener resistencia para este tipo de complementos, la vi como una salsa que debía ser utilizada con mesura por los principiantes.

Lo próximo que supe es que estaba experimentando con una salsa conocida como "Chernobyl" que pocos se animan a tocar. Es fácil identificarla porque está depositada en un recipiente de mucho menor tamaño que el de sus similares. Solo los paladares más avezados recurren a ella en cantidades moderadas.

Hay que ser valiente, no cualquiera. Yo lo había hecho en el pasado y digamos que siempre le he guardado respeto. Sin embargo vi cómo echaba un par de cucharadas generosas sobre su taco. Dios santo, se divisaba una tragedia en el horizonte. Aquello era peor que el chile habanero. Qué estaba haciendo ese hombre, por el amor de jesucristo.

Su vista hizo contacto con la mía para enseguida mostrar una sonrisa burlona. Me sentí miserable con la salsa verde, tan infantil a lado de la Chernobyl. ¿En qué clase de enclenque me he convertido? Si mi padre se enterara se avergonzaría de mí. De hecho uno de los aspectos que más le admiro es su resistencia a la comida, supongo que con el tiempo se volvió insensible a los sabores por lo que requiere vaciar media botella de picante para apreciar sus bondades.

Me animé a ofrecer resistencia. Fui rumbo al mismo recipiente que él y me serví una, dos cucharadas. No podía dejar que me vencieran en territorio local. El hombre lo notó, volvió a sonreír y asintió con la cabeza. Nuestro intercambio visual era similar al que tienen dos conductores antes de competir en un arrancón clandestino.

Él dio la primera mordida. También la segunda. Yo aún estaba dubitativo. Era demasiado. Podía con unas gotas, con media cucharada, quizás una. Pero eran dos. Experiencias pasadas me advertían del peligro al que me sometía. Apareció entonces el orgullo. Al ver que él casi finalizaba otro taco, procedí a ir con el mío. Di dos mordiscos sin pensarlo demasiado, luego otro. Acabé con él en menos de treinta segundos. Noté una sensación extraña en la lengua. El dolor se aproximaba implacable a mi cabeza. Vi a mi rival con el rostro sereno disponiéndose a seguir con otro más. Lo hizo de nuevo, dos cucharadas de Chernobyl. Madre mía, ¿querrá matarse? Sí, debe ser eso, las personas de por allá tienen un alto concepto del honor. Quizás quiera llegar al más allá utilizando uno de nuestros platillos tradicionales como medio.

Noté en su masticar un dejo de provocación. Sabía de mi situación, que estaba sufriendo y se regodeaba en ello. No quise dejarlo escapar, así que lo imité con 2 cucharadas de salsa también. Lo lamenté de inmediato. El hombre era una máquina. Ni siquiera había pedido nada de beber. A mí ya se me acababa el agua de jamaica. No traía dinero para otra, dejé la cartera en casa por temor a ser asaltado, llevaba lo justo nada más. Me di un respiro comiendo un taco sin agregarle nada. Lo vi reír mientras seguía colocando de manera religiosa sus dos cucharadas de ácido clorhídrico por porción. No podía competirle. Era un maestro. Quise darle la mano. Mostrarle mi respeto. Buen hombre, dígame cómo llegar a su nivel. Lo necesito, quiero ser relevante, me siento abandonado en este mundo.

Terminó antes que yo. Pagó y se fue hacia un rumbo desconocido. No me volteó a ver siquiera. Yo me quedé ahí humillado con un último taco. Lo comí de manera sumisa. Estaba al borde del llanto. Producto del picante, desde luego. La cajera me miró con ternura (¿o era lástima acaso?). Ella sabía que lo intenté con todas mis fuerzas. Que de todos los presentes era yo el único valiente dispuesto a ofrecer resistencia, aun cuando supusiera un enorme riesgo. Nadie más en todo el día había tocado la salsa. Nos la acabamos entre él y yo.

domingo, 4 de marzo de 2012

Tienes mucho que aprender de una cebra


Youtube está diseñado de tal forma que, sin darte cuenta, terminas saltando de un video a otro hasta llegar en uno que no tiene nada que ver con el que viste al principio. Hace un rato terminé por toparme con el que pongo arriba. No soy muy dado a ver los que están relacionados con la vida salvaje. Suele ser traumático ver cómo un tierno conejo es devorado por una boa de ocho metros de largo. Esta vez caí. El título era llamativo así que le di clic. Lo vi completo a pesar de que fuera un poco sangriento. Acabé adorándolo. Amé a la cebra que se ha convertido en mi ídolo a partir de este día. Otros admiran a Gandhi o al Che Guevara; para mí en cambio, el máximo referente es una cebra.

No puedo evitarlo, mírenla, qué valiente. Ese león representa a la vida misma, con su crueldad, con sus injusticias. Todas las afrentas que aparecen cuando tú solo quieres beber un poco de agua. Problemas que se aferran a tu cuello y que no te dejan respirar. Que saben cuánto te lastiman, detalle que no los detiene, al contrario: los hace apretar más fuerte. Las frustraciones que te tiran al piso. Las noticias que dejan tu alma en vilo. Las circunstancias conjurándose para que te rindas. Sabes que muchos lo hacen. Llega el momento en que uno se da cuenta de que no vale la pena luchar. Son muchas las batallas, son pocas las recompensas. Piensas en dejarte llevar por la marea también. Adiós, mundo, lo has conseguido, te dejo en paz. No volveré a pensar. Dejo estos sueños para alguien más. Otros tantos han bajado los brazos, por qué no habría yo de hacerlo. Hasta nunca, miseria. Prefiero dejar este juego, me está matando el cerebro.

Y entonces ves a esa cebra, peleando hasta al final por su vida contra un animal que la supera en muchos aspectos. Con la sangre recorriéndole el cuerpo, con un herida dolorosa que no la debilita: la inspira. Cómo carajos me voy a dejar por el maldito que me tiene así. Voy a ofrecer resistencia. Cuatro millones de cebras han sido asesinadas al hilo por leones sin ninguna respuesta. Qué importa, al carajo con las estadísticas. Inclinaré el cuerpo al otro lado aunque lastime, es la única escapatoria, tiraré el resto. Daré un último intento, no voy a morir sin antes dar un buen espectáculo. Te voy a hundir conmigo, miseria. No eres tan fuerte como piensas. Aun cuan débil me encuentre, haré lo posible para que lamentes el haberte metido conmigo. Voy a dar guerra por mi derecho a seguir comiendo pasto. Quiero seguir respirando. Quiero ver la noche entera. Quiero ver a una lombriz arrastrar. Quiero vivir tan solo para joder aquellos que luchan por verme hundido.

Excelente cebra, casi ahogando a tu rival. Escapando lejos por ahí. Quizás muriendo al poco rato, pero con la satisfacción de hacerlo a tu manera y sin ser el botín de un animal. Demostrando que hay que retorcerse, no rendirse sin antes haber dado antes una gran lección.

sábado, 3 de marzo de 2012

Debo ponerle un nombre


A menudo pasa: cuando alguien camina en dirección contraria a mí, termino volteando para atrás encontrando siempre una espalda. Me interesan las personas, quiero saber a donde van, saber si yo también les intereso. Pero nunca es así, porque ellos no voltean hacia atrás para ver que ha sido de mí. Solo soy yo el que está ahí viendo cómo se alejan para siempre. Hacia un rumbo desconocido donde verán a otras personas y las conquistarán. Yo seguiré pasando junto a otros tantos. La dinámica se repetirá: los veré primero a los lejos, dirigiéndose a mí sin que sepa si debo desearles unos buenos días. No quiero sonar atrevido. Solo quiero ser amable. No quiero ser una mugre de persona. Ya hay muchos así. De modo que no saludo. No hubo contacto visual de cualquier forma, sería ridículo. Me remuerde la consciencia. Pienso que en otras circunstancias podríamos ser amigos; que tal vez nos gusten las mismas películas o que tengamos características que puedan hacernos llevar de maravilla. Es una lástima, porque ella no se da cuenta y pasa como si nada, y yo volteo cuando ya se ha ido y ella no hace lo mismo y yo pienso que es otra oportunidad que se va. Una de las ochenta que se dan a la semana acompañadas de decenas de historias que solo vivirán en nuestra mente agotada de tanta ilusión. Desearía que tuviera refacciones, esta cabeza ya ha sido utilizada demasiadas veces con propósitos imaginativos que llevan a un callejón con una pared graffiteada por unos maleantes que se robaron nuestro dinero. Creo que nunca aprenderé. Seguiré pensando que el señor que vi en la mañana pudo haberme enseñado a recitar cuentos para niños. Nunca lo sabré. Lo más probable es que sea alguien malhumorado a pesar de la cara simpática que lleva. Pasa casi siempre, igual que el jardinero de la casa de a lado que podría ser amigo mío si no fuera porque ni siquiera he intentado preguntarle sobre las tácticas que toma para cortar el césped. Aplaudo su capacidad para evitar que las puntas queden disparejas. Extraño a los desconocidos que se han atravesado en el camino. Quisiera que con ellos se diera una relación similar a la que he tenido con dos sujetos a los que saludé de lunes a viernes durante varios años. Uno de ellos era un taxista de sitio que quedaba rumbo a la primaria donde yo estudiaba. Un día, sin saber cómo, empezamos a saludarnos con la mano. "Adiós", nos decíamos y repetimos el ritual durante el transcurso de los seis años de primaria. Se volvió una costumbre a la que nadie cuestionó. Diario lo veía. Jamás nos dijimos nada que no fuera "adiós". Ha sido uno de los intercambios verbales más honestos que he podido tener.

Un día lo dejé de ver. Desconozco que habrá pasado con él. Puede que muriera en algún momento de la década. Queda el consuelo de que me despedí de él. Varias veces, de hecho.

El otro era un tipo que temprano por la mañana regaba su jardín. Quedaba de camino a la secundaria. Con él no era un "adiós", era un "buenos días" que se repitió por tres años sin que pudiéramos pasar de ahí. Por fortuna nunca me invitó a entrar a su casa, hubiera sido sospechoso, hubiera roto el encanto. Pude haber sospechado que se trataba de un abusador aunque no lo fuera y ya no lo volvería a saludar. Ya que no profundizamos en la relación, todo transcurrió con normalidad hasta el día de graduación. Puede que también haya muerto. La gente muerte todos los días y tenía unas canas que lo avisaban.

jueves, 1 de marzo de 2012

La pizza mejor comprarla en el mostrador


Pocas platillos tienen una aprobación a nivel global como la pizzas. Su reconocimiento llega a varios países, rangos de edad y estratos sociales. Son pocas las personas en el mundo que se resisten a sus encantos. Una reunión puede salvarse si hay una pizza en ella. Los niños la veneran porque comparada con la sopa de coditos se convierte en un manjar de otra galaxia. Se le relaciona con fiestas, pero su versatilidad le permite aparecer por la tarde, en el desayuno o en la cena. También para ver películas, deportes o hacer nada frente a la ventana. En lo personal no la descartaría para una comida de negocios Se solicita cuando hay antojo o hay flojera para preparar cualquier otra cosa. Todo en ella parece hermoso, excepto por un detalle que en el sentido estricto escapa de sus orillas: las entregas a domicilio.

Tengo malas experiencias al respecto. Ya sabes, suena bonito eso de no tener que salir de la cama para tener una comida relativamente completa. Así que tomas el teléfono y llamas a la sucursal más cercana. Un operador te contesta, le preguntas por las ofertas y luego pides otra cosa porque las ofertas son malísimas. Te dicen que llegará en menos de 30 minutos o la orden será gratis, así que cuelgas esperanzado de que ocurra el milagro.

Soy de los que ponen el cronómetro. Dejarlo al cálculo no sirve, debe haber precisión. Uno o dos minutos pueden marcar la diferencia. Se debe tener una certeza para realizar el reclamo si llega el caso. La política de rapidez tiene su parte negativa: uno siente que la comida ha sido preparada con prisa. Se extraña que la masa quede tostada o que la consistencia de los ingredientes sea crujiente. Ni hablar, el proceso se debe optimizar así que lo primero que se sacrifica es el sabor. El tiempo se valora más que nada, aunque en el fondo sabemos que terminaremos desperdiciándolo de cualquier forma. Tal vez sería preferible dejar atrás las ansias, tener calma, saber que la espera será recompensada. Hacemos lo contrario. La comida se pide, prepara y consume rápido. En consecuencia se disfruta también poco. Lo que podría durar una hora termina por durar minuto y medio, tiempo en el cual la entrada, el plato fuerte, el postre y la botana son digeridos si ninguna contemplación.

El cronómetro marca 28:23.12. Te emocionas, el ahorro está a menos de dos minutos de distancia. Sabes que es una posibilidad. Antes han llegado apenas en 20 minutos. Es difícil que pasen de los 25, así que imaginas que con suerte el motopizzero estará visitando a la novia. Guardas todavía un grado de escepticismo, sabes que no te lo van a poner tan fácil, que otras veces has tenido decepciones con entregas audaces que llegan segundos antes del límite.

Hoy pedí una y después de media hora no llegaba. Tengo un buen corazón, así que me propuse no llamar a la sucursal hasta los 35 minutos. Al final subestimé mi nobleza y terminé por hacerlo a los 40 minutos. Contestó una señorita. Le conté lo que pasaba. Me dijo que el repartidor aún no regresaba y que no debería tardar, que cuando lo hiciera la orden sería gratuita. Colgué. a los dos minutos llegó el joven. No ofreció ninguna disculpa. Tuve ser yo que el señalara la situación.

—Hola. Oye, llegaste 40 minutos tarde.
—Sí, perdón. Es que me perdí.
—Esta casa no queda tan lejos, era para que llegaras en cinco minutos.
—Pregunté por la calle y un señor me mandó a otro lado.
—La pizza es gratis entonces, ¿no?
—Pues ahí como vea. ¿Ya llamó a la sucursal?
—Sí, me dijeron que sería gratis.
—Es que me caí.

Por su estado físico supe que mentía.

—No quiero meterte en problemas. Si me dices que te van a regañar, te la pago.
—No, lo dejo a su consideración.

Entré en un dilema. ¿No pagar una cuenta de 150 pesos podía hacerle perder el empleo? No valía la pena. Debe ser difícil tener un trabajo así. Cualquiera. Yo no lo querría. Admiro a quienes arriesgan el cuerpo a bordo de una motocicleta. Al mismo tiempo recordé un antecedente. Hace años un motopizzero tardó 36 minutos en llegar. Terminé dándole el dinero, creo que ni reclamé. La situación me atormentó durante toda la semana. Lamenté haber tenido un comportamiento débil: debí hacer cumplir la política de la empresa. Claro, ellos no te dicen que el empleado puede ser castigado. Lo ves en sus caras, llegan tarde y hacen lo posible por no mencionar el tema. De manera sutil te hacen saber que, si no les echas la mano, estarán en problemas. Esa vez lo dejé pasar. Pobre chico, pensé. Ahora no sabía si hacerlo. Eran 42 minutos. Al menos 12 de retraso. Quizás el queso estuviera frío. Además el chico me cayó mal. Tuve que ser yo el que hiciera notar la falta. ¿Cuál era el costo-beneficio? ¿Y si no podía volver a pedir algo de ahí? En una de esas el tipo enloquecía. En futuras entregas aprovecharía para escupir mi pizza. Si perdía su empleo sería peor. Sabe dónde vivo. Vendrá con sus amigos y se robará la maceta que tenemos afuera. Pintará un mensaje obsceno en la entrada mientras no estemos. O puede que me asesine con un machete mientras me dirijo a la escuela. Las personas son sensibles con sus ingresos. Conseguir un empleo es complicado en la actualidad. Ya lo veía venir. Al otro día sonaría el timbre. Abriría la puerta para encontrar a una señora.

—Por su culpa han despedido a mi hijo.
—Lo siento señora, no era mi intención. Tenía el estómago vacío.
—Debes compensarlo de algún modo.
—¿Qué puedo hacer por ti, princesa?
—Besa mis pies. Trae tu computadora, ahora será nuestra.
—Claro que sí, vuelvo en menos de 30 minutos.

Probaría la mugre entre sus dedos. Le diría que dejara de usar sandalias: te dejan expuesta al polvo, muñeca. Era terrible. Un pequeño ahorro podría traer consecuencias catastróficas.

Tomé la caja.

—Vuelvo enseguida.

Entré al baño. Me miré al espejo. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga.No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. No le pagues. Sí, paga. Salí.

—Lo siento, no quiero meterte en un lío, pero ahí donde trabajas existe una política y hay que cumplirla. Es parte del oficio, las fallas cuestan al igual en cualquier otro lado.
—No se apure. Nomás si tiene deme para el chesco.

Le di un billete de cincuenta. Se fue.