sábado, 3 de marzo de 2012

Debo ponerle un nombre


A menudo pasa: cuando alguien camina en dirección contraria a mí, termino volteando para atrás encontrando siempre una espalda. Me interesan las personas, quiero saber a donde van, saber si yo también les intereso. Pero nunca es así, porque ellos no voltean hacia atrás para ver que ha sido de mí. Solo soy yo el que está ahí viendo cómo se alejan para siempre. Hacia un rumbo desconocido donde verán a otras personas y las conquistarán. Yo seguiré pasando junto a otros tantos. La dinámica se repetirá: los veré primero a los lejos, dirigiéndose a mí sin que sepa si debo desearles unos buenos días. No quiero sonar atrevido. Solo quiero ser amable. No quiero ser una mugre de persona. Ya hay muchos así. De modo que no saludo. No hubo contacto visual de cualquier forma, sería ridículo. Me remuerde la consciencia. Pienso que en otras circunstancias podríamos ser amigos; que tal vez nos gusten las mismas películas o que tengamos características que puedan hacernos llevar de maravilla. Es una lástima, porque ella no se da cuenta y pasa como si nada, y yo volteo cuando ya se ha ido y ella no hace lo mismo y yo pienso que es otra oportunidad que se va. Una de las ochenta que se dan a la semana acompañadas de decenas de historias que solo vivirán en nuestra mente agotada de tanta ilusión. Desearía que tuviera refacciones, esta cabeza ya ha sido utilizada demasiadas veces con propósitos imaginativos que llevan a un callejón con una pared graffiteada por unos maleantes que se robaron nuestro dinero. Creo que nunca aprenderé. Seguiré pensando que el señor que vi en la mañana pudo haberme enseñado a recitar cuentos para niños. Nunca lo sabré. Lo más probable es que sea alguien malhumorado a pesar de la cara simpática que lleva. Pasa casi siempre, igual que el jardinero de la casa de a lado que podría ser amigo mío si no fuera porque ni siquiera he intentado preguntarle sobre las tácticas que toma para cortar el césped. Aplaudo su capacidad para evitar que las puntas queden disparejas. Extraño a los desconocidos que se han atravesado en el camino. Quisiera que con ellos se diera una relación similar a la que he tenido con dos sujetos a los que saludé de lunes a viernes durante varios años. Uno de ellos era un taxista de sitio que quedaba rumbo a la primaria donde yo estudiaba. Un día, sin saber cómo, empezamos a saludarnos con la mano. "Adiós", nos decíamos y repetimos el ritual durante el transcurso de los seis años de primaria. Se volvió una costumbre a la que nadie cuestionó. Diario lo veía. Jamás nos dijimos nada que no fuera "adiós". Ha sido uno de los intercambios verbales más honestos que he podido tener.

Un día lo dejé de ver. Desconozco que habrá pasado con él. Puede que muriera en algún momento de la década. Queda el consuelo de que me despedí de él. Varias veces, de hecho.

El otro era un tipo que temprano por la mañana regaba su jardín. Quedaba de camino a la secundaria. Con él no era un "adiós", era un "buenos días" que se repitió por tres años sin que pudiéramos pasar de ahí. Por fortuna nunca me invitó a entrar a su casa, hubiera sido sospechoso, hubiera roto el encanto. Pude haber sospechado que se trataba de un abusador aunque no lo fuera y ya no lo volvería a saludar. Ya que no profundizamos en la relación, todo transcurrió con normalidad hasta el día de graduación. Puede que también haya muerto. La gente muerte todos los días y tenía unas canas que lo avisaban.

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