martes, 6 de marzo de 2012

Humillado por un asiático


Hay un lugar cercano a casa que puede sacarte de un apuro cuando tienes hambre. Es una taquería como tantas otras que hay en el país. Imposible que te recomiende ir a diario, tu estómago acabaría mal. Te recomiendo que entre una visita y otra dejes pasar al menos seis días. Así lo vas a disfrutar más. No puedes convertir a los deleites en cotidianidad porque perderían un poco de encanto. Te lo digo yo que espero con ansias a que pase una semana para volver a ir. Me lo he impuesto. En ocasiones incluso dejo que pasen dos o tres semanas. No es igual que comerse una saludable ensalada, me entenderás. Lo malo es que creo que tendré que buscar otra taquería. Jamás podré regresar a esta después de lo que pasó el sábado.

Fui solo, se disfruta más así, sin preocupaciones relacionadas con el cilantro en dientes ajenos, sin tener que interrumpir la tragadera por conversaciones intrascendentes de cualquier tipo. Le pedí a la señorita que atiende lo que quería y me dispuse a esperar. A los dos minutos llega un señor japonés. Se llevó mi atención de inmediato. Adoro a los japoneses. Cada que veo uno me emociono. Uno de los grandes pesares de mi vida es jamás haber platicado con alguien de ese país que tanto respeto y admiro. Vi que hablaba muy poco español. Los de ahí tenían complicaciones para entenderle. Pensé en ofrecerme como traductor, luego desistí por una combinación de timidez e incertidumbre sobre si él hablaba inglés o no . Total, guardé silencio y vi cómo se daban a entender entre señas. El hombre, de unos 50 años, pidió 7 tacos. 5 de bisteck y 2 al pastor. Una orden ambiciosa, sin dudas. El consumidor promedio empieza con tres o cuatro y ya después, si se siente insatisfecho, pide más. Con él fue diferente, fue directo al banquete. Qué confianza en sí mismo. ¡Oh, los orientales son tan admirables!

Temí por él, tal vez fuera su primer acercamiento a la gastronomía mexicana. Intenté mandarle un mensaje telepáticamente: cuidado, buen hombre, un taco no es un rollo de sushi que pueda digerirse así como así. Ahora los dos esperábamos. Desesperado vi cómo le servían primero a él. No armé alboroto porque me simpatizaba, entiendo que puede gozar de privilegios, le debemos tanto a su país, ¡lavaría su auto si me lo pidiera! Además no tardaron en pasar mi plato también. Pude avanzar a la etapa de aplicación de limón y sal sobre la carne. Interrumpí el proceso al ver algo extraordinario: el señor japonés empezó a bañar sus alimentos con salsa verde. He visto a gente que solo se sirve unas gotitas, lo natural, hay que tener precauciones. Él no. Tomó la cuchara con plena autoridad como si supiera de que se trataba. Uno de los empleados le hizo la seña de que picaban sin obtener respuesta.

Seguí a lo mío sin perderlo de vista. En cuanto diera la primera mordida resentiría su falta de cuidado, pensé. Mientras tomaba un poco de agua vi que había finalizado su primer taco sin apenas inmutarse. ¿Qué pasa? ¿No se supone que debería estar llorando? ¡La lengua debería estarle ardiendo! La salsa, como había tenido oportunidad de comprobar, no era la más ardiente del siglo, pero distaba de ser jugo de tomate para bebés; yo mismo, que me precio de tener resistencia para este tipo de complementos, la vi como una salsa que debía ser utilizada con mesura por los principiantes.

Lo próximo que supe es que estaba experimentando con una salsa conocida como "Chernobyl" que pocos se animan a tocar. Es fácil identificarla porque está depositada en un recipiente de mucho menor tamaño que el de sus similares. Solo los paladares más avezados recurren a ella en cantidades moderadas.

Hay que ser valiente, no cualquiera. Yo lo había hecho en el pasado y digamos que siempre le he guardado respeto. Sin embargo vi cómo echaba un par de cucharadas generosas sobre su taco. Dios santo, se divisaba una tragedia en el horizonte. Aquello era peor que el chile habanero. Qué estaba haciendo ese hombre, por el amor de jesucristo.

Su vista hizo contacto con la mía para enseguida mostrar una sonrisa burlona. Me sentí miserable con la salsa verde, tan infantil a lado de la Chernobyl. ¿En qué clase de enclenque me he convertido? Si mi padre se enterara se avergonzaría de mí. De hecho uno de los aspectos que más le admiro es su resistencia a la comida, supongo que con el tiempo se volvió insensible a los sabores por lo que requiere vaciar media botella de picante para apreciar sus bondades.

Me animé a ofrecer resistencia. Fui rumbo al mismo recipiente que él y me serví una, dos cucharadas. No podía dejar que me vencieran en territorio local. El hombre lo notó, volvió a sonreír y asintió con la cabeza. Nuestro intercambio visual era similar al que tienen dos conductores antes de competir en un arrancón clandestino.

Él dio la primera mordida. También la segunda. Yo aún estaba dubitativo. Era demasiado. Podía con unas gotas, con media cucharada, quizás una. Pero eran dos. Experiencias pasadas me advertían del peligro al que me sometía. Apareció entonces el orgullo. Al ver que él casi finalizaba otro taco, procedí a ir con el mío. Di dos mordiscos sin pensarlo demasiado, luego otro. Acabé con él en menos de treinta segundos. Noté una sensación extraña en la lengua. El dolor se aproximaba implacable a mi cabeza. Vi a mi rival con el rostro sereno disponiéndose a seguir con otro más. Lo hizo de nuevo, dos cucharadas de Chernobyl. Madre mía, ¿querrá matarse? Sí, debe ser eso, las personas de por allá tienen un alto concepto del honor. Quizás quiera llegar al más allá utilizando uno de nuestros platillos tradicionales como medio.

Noté en su masticar un dejo de provocación. Sabía de mi situación, que estaba sufriendo y se regodeaba en ello. No quise dejarlo escapar, así que lo imité con 2 cucharadas de salsa también. Lo lamenté de inmediato. El hombre era una máquina. Ni siquiera había pedido nada de beber. A mí ya se me acababa el agua de jamaica. No traía dinero para otra, dejé la cartera en casa por temor a ser asaltado, llevaba lo justo nada más. Me di un respiro comiendo un taco sin agregarle nada. Lo vi reír mientras seguía colocando de manera religiosa sus dos cucharadas de ácido clorhídrico por porción. No podía competirle. Era un maestro. Quise darle la mano. Mostrarle mi respeto. Buen hombre, dígame cómo llegar a su nivel. Lo necesito, quiero ser relevante, me siento abandonado en este mundo.

Terminó antes que yo. Pagó y se fue hacia un rumbo desconocido. No me volteó a ver siquiera. Yo me quedé ahí humillado con un último taco. Lo comí de manera sumisa. Estaba al borde del llanto. Producto del picante, desde luego. La cajera me miró con ternura (¿o era lástima acaso?). Ella sabía que lo intenté con todas mis fuerzas. Que de todos los presentes era yo el único valiente dispuesto a ofrecer resistencia, aun cuando supusiera un enorme riesgo. Nadie más en todo el día había tocado la salsa. Nos la acabamos entre él y yo.

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