sábado, 25 de agosto de 2012

Un consejo para su economía


Supongamos que tienes un billete de $1000. Quieres que esa cantidad te dure el mayor tiempo posible. No eres alguien que derroche dinero bajo cualquier pretexto. Te gusta tener algo guardado por si ocurre una emergencia. Bien, pues diré una cosa que al principio podrá parecer una perogrullada —y puede que lo  sea— pero no muchos lo toman en cuenta. Lo que aconsejo es que no lo gastes en nada barato. La obviedad  está en la sugerencia de no gastar. Queda claro que si lo que se quieres es ahorrar, la lógica indicaría que lo mejor es no tirar el dinero. No obstante el punto principal está en lo que se refiere al precio. Cuando vemos un objeto costoso, nos lo pensamos dos veces antes de adquirirlo. Se sabe que la decisión puede golpear nuestros bolsillos así que, salvo casos excepcionales, preferimos esperar. El impulso se frena en busca de una mejor opción o hasta que se esté completamente seguro de que la transacción será conveniente. Ahí no hay mayor alboroto, casi por inercia se tiene precaución. Lo malo es que pocos son capaces de tomar las mismas reservas cuando el precio de un producto es bajo, sin saber que, por eso mismo, el peligro se vuelve mayor.

Pongo mi propio ejemplo. Sé que en un periodo de ahorro lo peor que puedo hacer, si tengo un billete de $500, es comprar un objeto cuyo valor sea de un peso. Acaso se un golpe psicológico, el caso es que $499 repartidos en varios billetes y monedas se gastan el triple de rápido que un billete de $500.

A un billete de alta denominación se le respeta, a una triste moneda o un humilde billete de $50 no. Justo ahí inicia el derroche tamaño hormiga que termina por dejar tu cartera sin un centavo. 

Supongamos que tienes $499 repartidos de este modo:

  • Un billete de $200
  • Dos billetes de $100
  • Un billete de $50
  • Dos billetes de $20
  • Una moneda de $5
  • Cuatro monedas de $1

Y de repente te atraviesas con un chocolate que cuesta nueve pesos. Si aún conservaras el billete de $500 lo más probable es que desecharas la compra. No quieres, por culpa de un simple antojo, perder tu billete de alta jerarquía. Estás consciente de que tu pequeñuelo está destinado a ser gastado en otros contextos, como en un restaurante donde venden comida decente. Pero no, ya cometiste el error de haber perdido tu billete por culpa de un par de copias que te salieron en un peso. Ahora tienes cambio. Es entonces cuando esa moneda de cinco pesos y esas cuatro de uno, te resultan ideales para comprar el chocolate.

Accedes. Total, no hay muchas otras cosas que puedas comprar con ellas. En ninguna joyería ni en las agencias automotrices aceptarán tus moneditas como forma de pago. Así que bueno, compras el chocolate que, sumado a lo de las copias, hace que ya tengas diez pesos menos de los que originalmente tenías. Era la única alternativa disponible.

Es así como la fortuna, poco a poco, se va entre tus dedos. Porque, igual que a las monedas, casi nadie respeta a los billetes de veinte pesos y a veces ni a los de cincuenta, que casi por seguro gastarás en una revista o en cigarros si es que fumas. Los billetes de cien pesos te parecerán poca cosa también: como parcialmente has gastado ya esa cantidad, qué más da hacerlo dos veces más.

Cambia la escena. En un arranque de nervios tomas el teléfono y cuelgas sorprendido por haber comprado una pizza familiar que no necesitabas; estás solo y tampoco es que tengas mucha hambre, además en el refrigerador te esperaba una serie de platillos que bastaba recalentar en el microondas. 

Después de comer la pizza caes en crisis. Además de ser un glotón sin escrúpulos te das cuenta que no valió la pena. El folleto que dejaron en tu buzón te orilló a comprar una pizza que a fin de cuentas no supo tan buena como sugerían las fotos. Una carpicho que, encima, te ha dejado con cuatro kilos más de grasa y cinco gramos menos de dinero, lo equivalente al peso de esos dos billetes de cien con los que tuviste que pagar. No tienes nada, lo sabes. Doscientos pesos no son nada. Se irán como el aire tal como se fueron los trescientos que ya no tienes, lo mismos que podrías poseer aún si no fuera por esas copias que salieron borrosas. Lo único que te resta es la eternidad de los ochos días que faltan para la próxima quincena. El vacío es enorme y solo puedes encontrar consuelo en esos últimos doscientos pesos con los que decides comprar un libro que ni siquiera te urgía pero que era uno de los pocos que te llamaron la atención en la librería. 

Lo peor es que la tortura continúa siempre. La cajera dice que te sobran ocho pesos. Los gastas en el transporte público: un camión de la ruta equivocada que tomas porque no tienes ni idea de cuál es el que te lleva de regreso a casa. Al final terminas más lejos y te ves obligado a caminar durante una hora bajo la lluvia, tiempo en el que no paras de pensar en esas malditas copias del infierno.

2 comentarios:

Juan Ramón V. Mora dijo...

La historia de mi vida. ¿Apoco allá también cuesta ocho pesos el camión?

Atte: Juan Ramón

Bigmaud dijo...

Un poco menos. Gran parte del texto parte de situaciones imaginarias.