jueves, 23 de agosto de 2012

Soy discriminado por los repartidores de volantes

Las visitas a los centros comerciales casi siempre terminan mal por una situación bastante triste que no se detiene: soy ignorado por los repartidores de volantes, muestras de perfumes y promotores de cubos de queso atravesados con palillos.

No sé a qué se deba. Quizás tenga cara de pobre o de que no necesito tales productos. El caso es que soy discriminado sin que nadie se pare a pensar en dolor que embarga mi corazón.

Hubo un tiempo en el que agradecí pasar desapercibido. Escuchaba testimonios de personas hartas de ser abordadas por cuanto vendedor se ponía en su camino. Imaginé el fastidio de tener que detener el paso porque a alguien se le ocurría darte un folleto de un sillón para masajes que sabes jamás podrás pagar. 

Lo que puedo decir es que hay algo mucho peor: lo que pasa conmigo. Imagínenlo. Jamás he visto a una empleada de la frutería lanzar una sonrisa hacia mí mientras me ofrece tomar un vasito con trozos de piña. Al contrario, tengo que recibir de constantes golpes al ánimo al ver que soy al único cliente que no recibe el trato merecido. 

El sufrimiento viene de mucho tiempo atrás. De niño le tuve que preguntar a mi madre si tenía cara de vagabundo. Estas experiencias te trauman tanto que llegas a pensar que los espejos te están engañando. Consideré la posibilidad de que la imagen que veía en ellos no correspondiera a la realidad, que podría no estar enterado todavía de que mi aspecto se asemejaba al de un indigente y no al de un tierno chiquillo de ocho años.

Después de realizar investigaciones y de haber hecho la misma pregunta a varias otras personas (porque mi madre podría haber mentido por culpa del cariño), confirmé que, en efecto, yo no era un vagabundo. Tan solo era un pobre desdichado al que no le hacían caso los repartidores.

Además pronto supe que lo anterior iba más allá, que se trataba de una conspiración de orden cósmico planeada por uno de esos dioses que se han encargado de que no me llegue ningún regalo del cielo.

Lo digo porque la discriminación se extiende a mi hogar. La calamidad no está limitada a mi cuerpo. Ya es costumbre ver la colonia tapizada con  papeles publicitarios de negocios cercanos. Lavanderías, pizzerías y tiendas de cualquier tipo que dejan volantes con descuentos y promociones en todos los buzones excepto en el mío.

En varias ocasiones he llegado a experimentar crisis que me llevan a tener reacciones desesperadas. 

Odio la comida que viene del mar, pero una vez pasé enfrente de un restaurante de mariscos y crucé los dedos para que el hombre ataviado con una botarga de camarón me ofreciera uno de los cupones que estaba repartiendo.

Tuve la esperanza de que así fuera porque casi nadie aceptaba lo que él ofrecía. El establecimiento al que representaba era de poca monta e inclusive daba la impresión de ser uno de los máximos propulsores de la gastroenteritis a nivel nacional. Era obvio que no entraría a desayunar a ese lugar, pero al menos esperaba recibir un cupón que pudiera hacer bolita y tirar en el próximo basurero. Así que me acerqué al camarón en cuestión para ver si me daba uno. Lo hice con precaución, di pasos lentos para que notara mi presencia y no se sintiera amenazado. Por desgracia, luego de varios segundos, noté que no tenía la más mínima intención de darme de nada y tuve que emprender huida con la vergüenza de haber sido despreciado por crustáceo percudido.

La maldición pareció quedar atrás hace unos días cuando fui a una tienda de autoservicio. Apenas entré vi a una señorita con ropa de Häagen-Dazs. El miedo al rechazo me llevó a caminar lo más alejado de ella que pude, fingí que no me interesaba probar el helado que tenía. La sorpresa llegó cuando la vi caminar hacia donde me encontraba.

—Hola, ¿quieres probar?

No supe cómo reaccionar. Tuve un ataque de ansiedad. Era una experiencia completamente nueva para mí.

—No, lo siento, llevo prisa, no me gusta el helado.

Caminé rumbo a los pasillos apenado y con la cara roja. Antes de salir tomé un litro de helado chocolate del más barato que había.

3 comentarios:

Salva M. dijo...

Sufres (o sufrías, vaya) lo que yo llamo el "síndrome Jean Baptiste Grenouille" en honor al protagonista de El Perfume.

Conozco a alguien así y la verdad es que no es muy agradable: cuando estamos en un restaurante varias personas en una mesa grande, los camareros cuando están tomando nota simplemente le saltan!! Aparte de cosas como las que comentas en el post.

Anónimo dijo...

:) me caes bien. Muy bien. :)

Bigmaud dijo...

Salva: no he leído el libro ni visto la película, quizás me anime ahora por lo que me cuentas. Menos solo me sentiré.

Anónimo: ojalá supiera tu nombre, eres un caso entre miles.