Cuando era más joven de lo que soy ahora, comencé a desarrollar una amistad cercana con ese producto llamado goma de mascar. Diariamente consumía varias tabletas en presentaciones de menta, hierbabuena y frutas diversas teniendo especial predilección por la marca Trident que dada su ausencia de azúcar hacía mucho más refrescante la experiencia. Tal vez logré ese apego debido a que a diferencia de la mayoría de los pubertos de mi edad me mantenía alejado del cigarro y de algún modo había que llenar ese hueco reservado a las adicciones que todos tenemos.
Claro, la gran problemática a la que uno se enfrenta como aficionado a este polímero (al que debo agradecer el fortalecimiento de mi mandíbula) llega cuando te quieres deshacer de él. Porque un chicle no se consume ni se procesa, simplemente se convive un rato con él, pero como todo encanto, llega a su fin, comúmente en ese instante en el que se le acaba el sabor o cuando ya se dificulta masticarlo. Lo más común es sepultarlo poéticamente ( en un bote de basura) con su envoltura de nacimiento, cerrando así el círculo del desperdicio. Pero yo quería ir más allá, por eso en cuanto tuve la oportunidad fui apilando todos los chiles masticados de un día hasta formar una pequeña esfera del tamaño de una pelota de golf. De pronto me di cuenta de que no era necesario tirarlos y así, al cabo de una semana tenía una bola de billar hecha de chicle. Entusiasmado continúe del mismo modo, comprando y masticando gomas de mascar a diario, sin otro fin más que lograr la acumulación chiclosa más grande la de historia de la humanidad. Ya no me importaba quitarles el sabor, sólo los moldeaba un par de segundos para luego sumarlos a lo que lucía como la deidad de las golosinas. Pasó más tiempo y ubiqué mi gran tesoro sobre la cabecera de mi cama, era mi orgullo.
Así estuve durante meses como si se tratara de una cosecha a la que diariamente había que cuidar y alimentar para que un día diera el fruto del reconocimiento masivo. Me imaginaba apareciendo en la portada del diario de lo insólito y teniendo entrevistas ubicadas en la sección H-16 de los diarios más importantes del país... hasta que llegó el terrible día.
Fue un viernes en el que regresé emocionado de la escuela con una bolsa de canel's (de los más baratos) para reunirlos en la gran esfera junto a sus primos los bubaloo (que eran los más difíciles de pegar), trident y clorets. Resultó tristísimo voltear a la cabecera de mi cama y encontrar vacío el espacio donde solía descansar mi proyecto. Corriendo fui a interrogar a mi madre sobre su paradero obteniendo por respuesta: "¿Esa porquería?, la tiré a la basura". Mi mundo y mis lágrimas se vinieron abajo.
Lamenté nunca haberle tomado una foto.
Jamás lo volví a intentar.
Claro, la gran problemática a la que uno se enfrenta como aficionado a este polímero (al que debo agradecer el fortalecimiento de mi mandíbula) llega cuando te quieres deshacer de él. Porque un chicle no se consume ni se procesa, simplemente se convive un rato con él, pero como todo encanto, llega a su fin, comúmente en ese instante en el que se le acaba el sabor o cuando ya se dificulta masticarlo. Lo más común es sepultarlo poéticamente ( en un bote de basura) con su envoltura de nacimiento, cerrando así el círculo del desperdicio. Pero yo quería ir más allá, por eso en cuanto tuve la oportunidad fui apilando todos los chiles masticados de un día hasta formar una pequeña esfera del tamaño de una pelota de golf. De pronto me di cuenta de que no era necesario tirarlos y así, al cabo de una semana tenía una bola de billar hecha de chicle. Entusiasmado continúe del mismo modo, comprando y masticando gomas de mascar a diario, sin otro fin más que lograr la acumulación chiclosa más grande la de historia de la humanidad. Ya no me importaba quitarles el sabor, sólo los moldeaba un par de segundos para luego sumarlos a lo que lucía como la deidad de las golosinas. Pasó más tiempo y ubiqué mi gran tesoro sobre la cabecera de mi cama, era mi orgullo.
Así estuve durante meses como si se tratara de una cosecha a la que diariamente había que cuidar y alimentar para que un día diera el fruto del reconocimiento masivo. Me imaginaba apareciendo en la portada del diario de lo insólito y teniendo entrevistas ubicadas en la sección H-16 de los diarios más importantes del país... hasta que llegó el terrible día.
Fue un viernes en el que regresé emocionado de la escuela con una bolsa de canel's (de los más baratos) para reunirlos en la gran esfera junto a sus primos los bubaloo (que eran los más difíciles de pegar), trident y clorets. Resultó tristísimo voltear a la cabecera de mi cama y encontrar vacío el espacio donde solía descansar mi proyecto. Corriendo fui a interrogar a mi madre sobre su paradero obteniendo por respuesta: "¿Esa porquería?, la tiré a la basura". Mi mundo y mis lágrimas se vinieron abajo.
Lamenté nunca haberle tomado una foto.
Jamás lo volví a intentar.
4 comentarios:
Sí!
:pray: esa actividad
:sad3: con el final
Nielssen: Deberías intentarlo tú :D
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