Nunca iré a Europa. Nunca seré millonario. Tampoco alcanzaré la fama mundial. Son ideas que he ido asimilando. Para evitar la locura, no queda otra que aferrarse a placeres sencillos que, si bien no traerán nada trascendente a nadie, al menos sirven de consuelo en una realidad espantosa.
Llámenlo conformismo, si quieren. Yo no creo que sea así. El conformismo llega cuando puedes aspirar a algo mejor pero decides —por pereza, desánimo o lo que sea— quedarte con una versión menor (y más fácil) de lo que deseas. Yo en cambio ya tengo claro que no tengo posibilidades para cumplir ninguno de mis sueños. Está dictado por los dioses. De ahí que deba voltear hacia otros campos menos espectaculares con el fin de obtener leves dosis de felicidad.
Si otros le encuentran sentido a la existencia cuando visitan la playa, yo he de buscar una alternativa dentro de mi rango. Ver una película de samuráis, por ejemplo.
Si otros planean comprar una casa el próximo verano, es mi deber buscar competir con la adquisición de un nuevo par de calcetines.
De igual forma, así como un empresario puede comer los fines de semana en un restaurante de lujo donde las meseras le sirven la comida
directo en la boca, debo buscar una actividad genérica como lo es un cenar un panquecito de chocolate.
Tal cual. No sería descabellado confesar que los panquecitos han salvado mi vida. Ahí cuando nace la tristeza surge un remedio económico (de seis a quince pesos) como lo son panquecitos.
Ayer mismo, al caer en un bache anímico propiciado por la desaparición de una cuchara, tuve que acudir a la panadería cercana donde, por fortuna, se encontraba una charola llena de panquecitos de dulce de leche.
Le dije a una de las trabajadoras del lugar que envolviera uno de ellos en cuanto pudiera. Era una urgencia ante la cual supo actuar con presteza.
Apenas salí por la puerta abrí la bolsa y di un dulce mordisco que templó de nuevo mis nervios. Lo único que procuro es no caer en excesos: una vez que he comido un panquecito no voy por otro. Con una dosis basta para mantener el brío durante al menos tres días.
Claro, nunca comeré un croissant por las calles de Montparnasse. La buena noticia es que si cierro los ojos puedo imaginarlo mientras como un panecillo desde la cocina.