Las visitas a los centros comerciales casi siempre terminan mal por una
situación bastante triste que no se detiene: soy ignorado por los repartidores
de volantes, muestras de perfumes y promotores de cubos de queso atravesados con palillos.
No sé a
qué se deba. Quizás tenga cara de pobre o de que no necesito tales productos.
El caso es que soy discriminado sin que nadie se pare a pensar en dolor que
embarga mi corazón.
Hubo un
tiempo en el que agradecí pasar desapercibido. Escuchaba testimonios de personas
hartas de ser abordadas por cuanto vendedor se ponía en su camino. Imaginé el fastidio de tener que detener el paso porque a alguien se le ocurría darte
un folleto de un sillón para masajes que sabes jamás podrás pagar.
Lo que puedo decir es que hay algo mucho peor: lo que pasa conmigo. Imagínenlo. Jamás he visto a una empleada de la frutería lanzar una sonrisa hacia mí
mientras me ofrece tomar un vasito con trozos de piña. Al contrario,
tengo que recibir de constantes golpes al ánimo al ver que soy al único cliente
que no recibe el trato merecido.
El sufrimiento viene de mucho tiempo atrás. De niño le tuve que
preguntar a mi madre si tenía cara de vagabundo. Estas experiencias te trauman
tanto que llegas a pensar que los espejos te están engañando. Consideré la
posibilidad de que la imagen que veía en ellos no correspondiera a la realidad,
que podría no estar enterado todavía de que mi aspecto se asemejaba al de un
indigente y no al de un tierno chiquillo de ocho años.
Después de realizar investigaciones y de haber hecho la misma pregunta a
varias otras personas (porque mi madre podría haber mentido por culpa del
cariño), confirmé que, en efecto, yo no era un vagabundo. Tan solo era un pobre
desdichado al que no le hacían caso los repartidores.
Además pronto supe que lo anterior iba más allá, que se trataba de una
conspiración de orden cósmico planeada por uno de esos dioses que se han
encargado de que no me llegue ningún regalo del cielo.
Lo digo porque la discriminación se extiende a mi hogar. La calamidad no está limitada a mi cuerpo. Ya es costumbre
ver la colonia tapizada con papeles publicitarios de negocios
cercanos. Lavanderías, pizzerías y tiendas de cualquier tipo que dejan volantes
con descuentos y promociones en todos los buzones excepto en el mío.
En varias ocasiones he llegado a experimentar crisis que me llevan a
tener reacciones desesperadas.
Odio la comida que viene del mar, pero una vez pasé enfrente de un
restaurante de mariscos y crucé los dedos para que el hombre ataviado con una
botarga de camarón me ofreciera uno de los cupones que estaba repartiendo.
Tuve la esperanza de que así fuera porque casi nadie aceptaba lo que él ofrecía. El establecimiento al que representaba era de poca monta e inclusive
daba la impresión de ser uno de los máximos propulsores de
la gastroenteritis a nivel nacional. Era obvio que no entraría a desayunar
a ese lugar, pero al menos esperaba recibir un cupón que pudiera hacer bolita y
tirar en el próximo basurero. Así que me acerqué al camarón en cuestión para
ver si me daba uno. Lo hice con precaución, di pasos lentos para que notara mi
presencia y no se sintiera amenazado. Por desgracia, luego de varios segundos,
noté que no tenía la más mínima intención de darme de nada y tuve que
emprender huida con la vergüenza de haber sido despreciado por
crustáceo percudido.
La maldición pareció quedar atrás hace unos días cuando fui a una tienda
de autoservicio. Apenas entré vi a una señorita con ropa de Häagen-Dazs.
El miedo al rechazo me llevó a caminar lo más alejado de ella que pude, fingí
que no me interesaba probar el helado que tenía. La sorpresa llegó cuando la vi
caminar hacia donde me encontraba.
—Hola, ¿quieres probar?
No supe cómo reaccionar. Tuve un ataque de ansiedad. Era una experiencia completamente nueva para mí.
—No, lo siento, llevo prisa, no me gusta el helado.
Caminé rumbo a los pasillos apenado y con la cara roja. Antes de salir
tomé un litro de helado chocolate del más barato que había.
3 comentarios:
Sufres (o sufrías, vaya) lo que yo llamo el "síndrome Jean Baptiste Grenouille" en honor al protagonista de El Perfume.
Conozco a alguien así y la verdad es que no es muy agradable: cuando estamos en un restaurante varias personas en una mesa grande, los camareros cuando están tomando nota simplemente le saltan!! Aparte de cosas como las que comentas en el post.
:) me caes bien. Muy bien. :)
Salva: no he leído el libro ni visto la película, quizás me anime ahora por lo que me cuentas. Menos solo me sentiré.
Anónimo: ojalá supiera tu nombre, eres un caso entre miles.
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